Empezaba a anochecer cuando el mensajero llegó a Égarol, la aldea de los Daeros, en las tierras perdidas de Áder. Un gran muro de piedra la rodeaba a modo de cinturón defensivo y sólo había una entrada. El mensajero se acercó a las enormes puertas de madera, se detuvo un momento y apoyó las manos en las rodillas respirando con dificultad. La temperatura era muy baja y una pequeña nube de vapor se le escapaba por la boca con cada exhalación.
Era un muchacho de unos trece años, vestido con unas gastadas botas negras, un manto verde oscuro y una larga y ancha capa del mismo color cuya capucha le ocultaba la cabeza rapada. De una fina cadena de plata alrededor de su cuello pendía un medallón protector, que ahora escapaba entre los pliegues de su ropa y se balanceaba al ritmo de su agitada respiración, emitiendo débiles destellos en la oscuridad. Era un aprendiz Yuru y tenía el aspecto de quien ha viajado sin descanso durante días. Se incorporó disponiéndose a llamar pero no hizo falta.
- ¿Quién eres y qué quieres? –preguntó el hombre que lo observaba desde el otro lado de las puertas, a través de una pequeña rendija ubicada a casi dos metros del suelo.
- Soy un Yuru y traigo un mensaje.
No hubo respuesta. El muchacho esperó unos segundos hasta oír un ruido metálico y oxidado, la puerta se abrió y el centinela se apartó e hizo una reverencia en señal de bienvenida, dejando a la vista la larga cabellera blanca. El chico creyó que oiría un chasquido y el anciano quedaría doblado en aquella postura bajo la pesada piel que usaba para protegerse del frío, sin embargo el movimiento fue ágil y seguro. Devolvió el saludo a medias y le pasó por al lado sin más explicaciones. No tenía tiempo para esas cosas, le habían asignado una misión urgente y ya estaba retrasado. Se encaminó entre los toldos distribuidos como elementos agregados al azar, carentes de cualquier orden posible, como hongos que hubiesen brotado a lo largo de los años. Daba la impresión de ser un pueblo que alguna vez había sido pequeño y bien organizado pero que había crecido mucho demasiado rápido y en un espacio reducido, obligando a sus habitantes a construir donde hubiese sitio en vez de en el sitio adecuado.
Era inútil tratar de establecer caminos o senderos definidos que guiasen a algún lado, y el Yuru se dio cuenta de ello tras quedar parado frente a la muralla por segunda vez luego de andar un largo trecho en línea recta esquivando viviendas y árboles. Desanduvo el recorrido hasta la entrada, donde encontró al centinela sonriéndole y, casi lo habría jurado, esperándolo.
- ¿Ya has entregado el mensaje? –preguntó, y la sonrisa se amplió dejando a la vista más huecos que dientes-. Eso ha sido muy rápido. Imaginé que al menos te quedarías a descansar una noche, pero debes estar muy apurado –agregó mientras alargaba la mano hacia la cerradura.
- No, aún no me voy. Es solo que... no he podido, quiero decir... me está costando encontrar el camino.
- Oh, bueno, no te preocupes por eso. Es bastante habitual, les pasa a todos los que vienen a Égarol por primera vez y creen poder andar a su antojo.
- Lo lamento, no fue mi intención ser maleducado. Supuse que si fui capaz de llegar hasta aquí solo, no me resultaría tan difícil hallar la tienda de su líder
- Está bien muchacho, a veces suponemos que no necesitamos ayuda, o que nadie vela por nosotros. Si quieres puedo guiarte. Ven, sígueme.
El anciano viraba a izquierda o derecha sin titubear un segundo ni dar el más mínimo rodeo, avanzando sin desorientarse en lo absoluto. Las personas que se cruzaban con él lo saludaban cordialmente y se apartaban de su camino, nadie se volvía a observar al visitante y ningún curioso se acercaba a interrogarlo. Tampoco percibía las miradas furtivas y disimuladas que suelen acribillar a un forastero en cualquier pueblo del mundo. No es que fuera usual ver extraños paseando por la aldea pero allí nadie pasaba por alto el manto verde y el medallón circular de piedra.
Aquella era una raza de guerreros, el Yuru pensaba que la contextura física tanto de los hombres como de las mujeres lo demostraba. Pero si alguien lo dudase, le hubiese bastado con echar un vistazo alrededor. Por cada nueve o diez viviendas había una herrería, y, al parecer, se dedicaban casi exclusivamente a la producción de armas. Hasta el momento había contado unas siete y suponía que en total debían existir el doble o el triple. Los escudos, de diversos y fantásticos diseños, se extendían sobre los techos o colgaban de las paredes; hachas, garrotes, cuchillos, flechas y demás se apilaban en el exterior. Al principio le llamó la atención no ver las maravillosas espadas daeras, hasta que notó que las mismas se almacenaban dentro de enormes cajones en el interior de las forjas. Aquellas armas sagradas no debían permanecer a la intemperie, merecían un trato especial. Luego de un largo rato dando vueltas, hicieron un último giro a la izquierda y el centinela por fin se detuvo.
- Muy bien, sigue por aquí sin desviarte y llegarás hasta una cabaña un poco más grande que las demás. Está ubicada justo en el centro de la aldea, ¿sabes? Porque para los Daeros, el líder es el corazón del pueblo. La reconocerás cuando la veas –dijo, señalando hacia delante-.Yo debo volver a las puertas. Adiós chico, buena suerte.
- Gracias, adiós.
Los dos guardias que vigilaban la entrada ni siquiera se movieron cuando los dejó atrás sin aminorar el paso en absoluto, aquello le llamó un poco la atención y se preguntó si podría ser que en realidad estuviesen dormidos de pie. Sabía que era posible porque en sus agotadores años de preparación le había tocado soportar largas horas de vigilia, y más de una vez había caído presa del sueño. Admirable seguridad la que brindan los valerosos Daeros –se dijo a sí mismo. El interior de la choza era muy agradable y espacioso. No había muchos muebles, el suelo estaba cubierto por la piel de un inmenso oso pardo y la escasa luz del ambiente brindaba un toque acogedor. El chico se detuvo, dejó caer la capucha como muestra de respeto e hizo una reverencia en cuanto vislumbró la figura que lo observaba desde el otro lado de la sala. A pesar de las sombras que lo envolvían, se podía ver que se trataba de un individuo de grandes proporciones. La figura hizo un movimiento casi imperceptible con la cabeza y se encendieron algunas antorchas más. Era, sin lugar a dudas, un hombre enorme, incluso para un Daero. Se encontraba sentado en un imponente asiento de roble, el cual parecía haber sido tallado sobre un árbol que hubiese estado plantado en ese mismo lugar, pues el asiento aún conservaba las raíces que lo unían a la tierra. Este detalle y el aspecto tosco le daban un aire aun más majestuoso. Sus facciones duras e imperturbables cobraron vida con el resplandor del fuego. Ísamer se preguntó si lo que resplandecía en esos ojos era el reflejo de las llamas o el asomo de un espíritu casi incontenible. Recién al cabo de unos minutos reparó en los dos niños parados al lado de las antorchas como guardaespaldas en miniatura.
- Saludos –dijo el muchacho-. Mi nombre es Ísamer y he sido enviado por el Consejo Yuru, con una misión urgente.
El hombre no contestó. Permaneció quieto unos instantes durante los cuales no apartó la mirada del curioso visitante, y luego dijo:
- Ísamer, yo soy Fágarten, líder de los Daeros. Por favor siéntate y descansa unos minutos, luces un tanto fatigado.
- Sí, gracias.
- ¡Aila! –llamó Fágarten.
Una mujer apareció por una de las puertas laterales de la cabaña cargando una jarra de agua y un vaso de madera pulida en una preciosa bandeja de plata. Sirvió todo con mucho cuidado en una pequeña mesa ubicada delante de Ísamer y se retiró.
- Bebe despacio –dijo Fágarten-, está fría. Dime, ¿ha sido difícil llegar?
- No tanto... –respondió Ísamer, a pesar de que su aspecto indicaba lo contrario.
Fágarten volvió a guardar silencio. Se limitó a contemplar al joven mensajero, sin hacer el menor gesto. Entonces Ísamer agregó:
- No son caminos fáciles, pero no he encontrado demasiadas dificultades, aunque tuve que acelerar un poco el paso en esos bosques. Creo que estuve cerca de caer en una emboscada... de todas formas, aquí estoy.
- Si, aquí estás. Pero tendrás que ser un poco más cuidadoso –dijo Fágarten sonriendo-, mis hombres no iban a emboscarte. Solamente tenían órdenes de vigilarte.
- ¿Sus hombres?
- Verás, Ísamer... cuando te adentras demasiado en los territorios de Áder ya no te encuentras solo, los arqueros Daeros lo observan todo y actúan de acuerdo a mis órdenes. En tu caso, decidí que lo mejor sería proporcionarte una escolta por precaución. Te han acompañado hasta el muro para asegurarse de que nada te ocurriese. Yo estaba enterado de tu presencia en la aldea incluso antes de que te permitieran el paso.
Ísamer no pudo evitar sentirse avergonzado e irritado, más que nada consigo mismo por haberse descuidado y por su actitud altiva frente a los guardias. Pero cuando volvió a hablar su voz sonó neutra y relajada; si estaba abochornado, asombrado o aliviado no lo demostró:
- Ah, así que era eso. Lo tendré en cuenta la próxima vez que viaje por las tierras perdidas.
- Muy bien. Cuéntame de que se trata esa misión, muchacho.
El mensajero dirigió, breve pero visiblemente, la vista hacia los dos niños y luego volvió a mirar al líder de los Daeros.
- No te preocupes por ellos, saben cuando es conveniente no escuchar... y olvidar cualquier cosa que imaginen haber oído.
- Preferiría hablar en privado. El mensaje que traigo es muy importante y debe permanecer en secreto el mayor tiempo posible.
- Eso no necesita aclaración, no todos los días recibo un aprendiz Yuru exhausto. En realidad, creo que es la primera vez que veo uno fuera del Templo. ¿Acaso no tienen prohibido salir hasta terminar su preparación?
- Sí, pero los miembros del Consejo decidieron que era necesario quebrar esa regla y permitirnos salir a mí y a los demás, sólo por esta vez.
- ¿A ti y a los demás? ¿Me estás diciendo que varios aprendices dejaron el Templo? –preguntó Fágarten un poco sorprendido.
- Todos, para ser más exactos.
- ¿Todos? –exclamó intentando dominar el asombro-. Bueno, no sé qué es lo que está pasando pero va a ser mejor que me lo expliques de una vez. Ahora olvídate de estos niños y dime lo que has venido a decirme.
Ísamer se mostró reticente durante un momento, no se sentía cómodo desobedeciendo las indicaciones de sus maestros y habían sido muy claros sobre la necesidad de guardar el mensaje en secreto. Pero por otro lado era evidente que no iba a ganar esa discusión, así que se encogió de hombros y dijo:
- Coen el Viejo ha decretado una sesión abierta del Consejo, la cual se celebrará dentro de algunas semanas. Y solicita que todos los pueblos del mundo envíen ante su presencia a un representante que él mismo ha designado.
El rostro de Fágarten se contrajo levemente y sus ojos dieron la impresión de adquirir una tonalidad más oscura. Los Yurus estaban admitiendo que necesitaban ayuda. Por lo que recordaba de las enseñanzas de su padre eso había sucedido una única vez, cuando Ágrat y Sáyer habían aparecido en Álgerien hacía ya cientos de años. Luego, el mundo había atravesado un largo período de convalecencia e inestabilidad. No había sido fácil restaurar el daño causado, obligar a las sombras a replegarse de nuevo a sus cuevas y escondrijos e imponer el orden. Pero finalmente, Álgerien se había vuelto un lugar bastante apacible, al menos en su mayor parte. Recién en las últimas décadas, según tenía entendido, las cosas habían comenzado a deteriorarse otra vez. Ocasionalmente recibían viajeros de tierras lejanas en Égarol, y la mayoría traía noticias deprimentes: guerras breves y cruentas estallaban en diferentes lugares, extensas zonas volvían a estar infestadas de criaturas oscuras y malignas, los caminos ya no eran tan seguros y aventurarse a recorrer grandes distancias resultaba muy peligroso si no se tenía extremo cuidado y un poco de buena suerte.
Pero, de todos modos, esos hechos habían permanecido ajenos a Áder. En las cercanías de las tierras perdidas la vida aún se desarrollaba con relativa tranquilidad. Y ahora estaba ocurriendo algo lo suficientemente grave como para que los Yurus iniciaran un llamamiento. Tal vez aquello era un presagio de que la paz estaba por acabarse y un nuevo período de guerra y caos daría inicio. Por fin, luego de tanto esperar, de soportar trago a trago esa calma desabrida. ¿Estaría de verdad ante una nueva oportunidad para empuñar su espada, para sentirse lleno mientras el miedo lo inundaba todo y le impedía pensar? No había nada parecido en ese mundo ni en ningún otro, Fágarten estaba seguro de eso. Cómo extrañaba los campos de batalla, estar rodeado de cientos de enemigos en medio de los alaridos de dolor y de ira, jugándose la vida en cada movimiento. Pararse justo en el lugar crítico donde la acción es más intensa y la adrenalina impulsa los músculos al máximo de su rendimiento, llevando al guerrero a su expresión más pura y perfecta. ¿Pero qué demonios estaba pensando? No podía dejarse llevar por esos impulsos, tenía que velar por su pueblo. Aquellas personas confiaban en él y protegerlos era su prioridad número uno. Apartó las hermosas imágenes de la lucha, y, en menor medida, de la victoria, y enseguida notó cierta preocupación creciendo en su interior, como un pequeño charco en el piso que una gotera va alimentando en un día de lluvia. Eso estaba bien. Era un charco muy pequeño en comparación con el deseo salvaje de embestir contra las filas enemigas, pero aún así estaba bien. Reconoció también otra sensación que lo invadía: regocijo; finalmente alguien o algo había bajado de su pedestal a los Guardianes de Álgerien. Se obligó a sí mismo a rechazar ese sentimiento, lo cual le demandó un verdadero esfuerzo, pues su carácter repulsivo no lo convertía en algo menos íntimo e intenso. De todos modos se estaba adelantando demasiado, todavía ni siquiera sabía bien de qué estaban hablando.
- ¿Por qué motivo han decidido realizar una sesión abierta? ¿Qué ha sucedido? –su voz permanecía firme y serena.
- No lo sé, no me lo han dicho. Tan sólo me han pedido que entregue ese mensaje y escolte a un Daero hasta el Templo.
- Está bien. Saldremos de inmediato, mandaré a preparar mis armas y...
- Usted no vendrá... –se apresuró a interrumpir Ísamer.
- ¿Qué? –preguntó Fágarten, frunciendo el ceño-. Acabas de decir que debes guiarme hasta el Templo, a eso te han enviado. Al parecer el cansancio te está empezando a afectar muchacho, supongo que será mejor que descanses por esta noche. Yo prepararé todo y mañana partiremos.
- Creo que no me ha entendido bien. O tal vez yo lo he dicho mal –agregó Ísamer casi disculpándose-. Usted no fue designado por Coen. Se me ha indicado que escolte al joven guerrero llamado Áradan.
Fágarten, bastante extrañado, no pudo evitar esbozar una sonrisa.
- ¿Áradan? Es absurdo –dijo al fin.
- ¿Está cuestionando la decisión del Jefe del Supremo Consejo? –repuso el aprendiz Yuru.
- No, no es eso. Pero es posible que se trate de un error, puede que hayas oído mal el nombre. O tal vez Coen se ha confundido. De seguro necesitarán a los mejores guerreros. Dejaré a alguien que me reemplace, no habrá problemas si solo me ausento unos días.
- Coen no se equivocó. Y aunque usted sea el mejor guerrero en Égarol o incluso en todo el territorio de Áder, es Áradan a quien debo guiar hasta el Templo de la Sabiduría.
- No seas iluso, se trata de un simple error. Teniendo que elegir un representante de cada pueblo, son demasiados nombres que recordar, y Coen ya es muy anciano, es lógico que pase algo así. No te preocupes, incluso a un gran Yuru puede pasarle.
Ísamer sintió como la sangre entraba en ebullición dentro de su cabeza. Cerró los puños con fuerza para controlarse y dijo:
- Por última vez: no hay ningún error. Está insultando a la persona más sabia y respetada de Álgerien, y a todos los Yurus, y no lo toleraré...
- Lo siento, no quise ofenderte –dijo Fágarten, ligeramente divertido-. Discúlpame por lo que he dicho. Pero tienes que entender que esto es un simple malentendido, ya verás como todo queda aclarado cuando lleguemos. Espera y recupera energías, tengo que organizar algunas cosas aquí en la aldea antes de partir.
- No. Ya se lo he dicho, usted no vendrá y si no piensa desistir –dijo Ísamer con los dientes apretados al tiempo que volteaba hacia la entrada de la choza-, tendré que buscar a Áradan por mi cuenta. Buenas noches.
El pequeño que ocupaba su puesto a la izquierda del eterno asiento de roble se llamaba Ikénn y tenía apenas siete años, dos menos que su compañero de trabajo. Era el hijo menor de uno de los hombres de mayor confianza y estima para Fágarten, y un año atrás le habían encargado aquella envidiable tarea, la cual deseaban todos los niños y niñas menores de doce años. Durante ese tiempo había oído muchas conversaciones y se había enterado de cosas maravillosas, de tierras lejanas y criaturas que apenas podía imaginarse, y también de cosas horribles, y noticias muy tristes, pero siempre se había sentido feliz y orgulloso de estar allí. Ahora, por primera vez, deseaba estar en cualquier otro lado haciendo cualquier otra cosa.
- ¡Alto! –vociferó Fágarten. El mensajero se petrificó de inmediato-. ¡Este es mi pueblo y aquí mi palabra pesa más que la de Coen y la de cualquier Yuru! Ya has cumplido con tu misión, yo me responsabilizaré ante cualquier objeción que tenga el Consejo.
- Tiene razón en una cosa, aquí se cumplen sus órdenes. Pero ese no es el punto. En una cuestión de este tipo los Guardianes de Álgerien son la autoridad máxima y deben ser escuchados y obedecidos. Usted está equivocado, y lo sabe.
Fágarten tuvo que hacer un esfuerzo consciente para comprender lo que acababa de suceder: el chico estaba medio muerto de miedo y aún así lo desafiaba. Un mocoso al que podría partir en dos con las manos desnudas le hacía frente en su propia casa. Una muestra así de determinación y coraje merecía respeto. Además se suponía que se trataba de una simple reunión a la que cada pueblo mandaba un enviado, seguramente con el propósito de informarlos mejor sobre lo que estaba pasando y despejar dudas. Y si más adelante las cosas iban a ponerse tan feas como creía, lo primero que debía hacer era pensar en la seguridad de su gente, sin importar lo mucho que deseara cabalgar hacia la batalla. Tal vez lo mejor sería quedarse y encargarse de todo para cuando llegara el momento. Tenía demasiado por resolver allí y podría aprovechar mejor ese tiempo en lugar de malgastarlo en una larga y tediosa cabalgata. Se levantó y dió unos pasos por la habitación, había sido un fatigoso día de reuniones y necesitaba estirar las piernas. Tuvo que contener una sonrisa al notar la repentina rigidez del Yuru. Lentamente se acercó hasta quedar parado frente al mensajero. Lo observó en silencio dejando que la incomodidad del ambiente se vuelva palpable. ¿Podría ese niño lidiar con Áradan?
- No muchas personas se atreverían a decirme a la cara que estoy equivocado –dijo midiendo el tono exacto de amenaza en su voz.
- No muchos eligen la verdad cuando sienten que puede costarles caro –respondió Ísamer notando cómo aumentaba la tensión acumulada en sus hombros. Sentía que la mirada de esos ojos penetrantes lo estaba perforando.
El líder de los Daeros sonrió con una mueca torva. Dominó la curiosidad y la inquietud que lo aguijoneaban y volvió a sentarse pesadamente haciendo crujir la madera. Se estaba dejando cegar por un capricho y allí no habría acción, no la que él anhelaba al menos. Un simple informativo, puro protocolo. Meditó durante unos minutos que a Ísamer le parecieron meses, y por fin suspiró y dijo:
- Veo que no lograré obligarte a desobedecer a tus maestros.
- Solo intento cumplir la tarea que me asignaron -respondió Ísamer aliviado.
- De acuerdo, tú ganas, me quedaré aquí…
Ísamer demostró su gratitud uniendo las palmas de las manos y realizando una pequeña inclinación con la cabeza.
- Sin embargo –continuó Fágarten-, me reservaré el derecho de seleccionar a quien yo considere adecuado para ir en mi lugar.
- Pero... no, ¿por qué? No puede, acabo de explicarle...
- Muchacho, estás muy cerca de acabar con mi paciencia. Te opusiste a que yo vaya y he sido comprensivo con tu posición. No intentes contradecirme en esto también.
- Preferiría no tener que hacerlo –replicó Ísamer-, pero es mi obligación. Me iré de Égarol con Áradan o no me iré en absoluto, es su decisión –al oír sus propias palabras el joven aprendiz sintió que le flaqueaban las piernas.
- ¿Por qué eres tan necio, maldita sea? Áradan no tiene la madurez necesaria para formar parte de este asunto, todavía ni siquiera ha atravesado el ritual, es solo un niño. Te das cuenta que puedo forzarte a guiarme a mí o a cualquiera de mis hombres hasta el Templo si en verdad lo deseo, ¿no es así?
Ísamer no respondió, se conformó con sostener la mirada del enorme Daero. Claro que sabía eso, sin embargo también sabía que aquella era una amenaza vacía. Porque aunque Fágarten era muy orgulloso también era noble y honorable, e Ísamer lo veía con total nitidez.
- ¿Acaso temes defraudar a Coen? –preguntó Fágarten.
- Los representantes fueron elegidos por motivos que van más allá de mi comprensión y de la suya, y si me presento ante el Consejo con un acompañante inesperado no seré yo el que defraude a Coen –al ver la expresión de Fágarten, Ísamer se dio cuenta de que había dado en el clavo.
El líder de los Daeros se masajeó las sienes como si sufriera de una jaqueca, resopló con suavidad y al cabo de unos minutos dijo:
- Representantes, ¿no es así? Está bien, pero con ciertas restricciones. No tendrá permiso de actuar ni hablar en nombre de Égarol, y una vez finalizada la sesión regresará aquí de inmediato a informarme. Si no te gusta el pacto puedo hacer los arreglos para que comiencen a construir tu propio toldo.
- Le comunicaré sus condiciones al Consejo –dijo Ísamer con cansancio.
- Por supuesto que lo harás. ¡Wésdal!
- Sí, señor –respondió al instante uno de los guardias presentándose en el interior de la cabaña.
- Ve y busca a Áradan, apresúrate.
- Sí, señor –dijo Wésdal.
- Dime Ísamer, ¿ya se han reunido muchos emisarios del resto de Álgerien en el Templo?
- No lo creo, todos los heraldos hemos salido de Sémper al mismo tiempo. Es posible que algunos ya hayan regresado, aunque muchos se demorarán varios días todavía.
- ¿Y cómo has venido hasta aquí? ¿Has hecho todo el trayecto a pie, o perdiste tu caballo a mitad de camino?
- No, lamentablemente no se contaba con la cantidad suficiente de animales, los caballos disponibles fueron asignados a aquellos que debían realizar los viajes más largos.
- ¿Cuántos mensajeros partieron?
- No conozco el número exacto, pero con seguridad éramos más de cuatrocientos.
- Tengo entendido que en los establos de los Yurus se cuentan alrededor de trescientas cabalgaduras, por lo que tus cálculos no deben estar muy errados. Yo les daré dos de nuestros mejores ejemplares para su viaje de regreso.
- Gracias, mientras más rápido lleguemos a Sémper mejor. Tal vez aún necesiten heraldos.
Al cabo de unos minutos Wésdal regresó acompañado de un muchacho, hizo un breve gesto en dirección a Fágarten y luego se retiró sin decir una palabra a su puesto de vigilancia. El chico no tenía más de catorce años, llevaba pantalones de una piel marrón oscura y, a pesar de la baja temperatura, iba con los pies descalzos, como si lo hubieran sacado de su toldo a la rastra. Aún así había llegado a envolverse en un manto de buen grosor, el cual dejó apoyado en la mesa junto a la bandeja de plata. Un fragmento de obsidiana no mayor que una nuez, sujeto al cuello por una tira de cuero curtido, se balanceaba al compás de las leves expansiones y contracciones del torso desnudo. Lo habían interrumpido en medio de su entrenamiento y se lo veía agitado y acalorado, las mejillas teñidas de rojo contrastaban con la fría palidez de la frente y la nariz. No se molestó en saludar al visitante, de hecho lo ignoró completamente. Su atención estaba centrada en el hombre sentado sobre el fabuloso asiento de roble. El cabello negro le caía un poco por debajo de los hombros y por momentos los mechones le cubrían el rostro, impidiéndole a Ísamer una visión clara. Pero a pesar de ello, éste creyó intuir que la expresión del joven Daero no era de respeto ni mucho menos de admiración.
- Buenas noches Fágarten, dime ¿por qué me has mandado llamar con tanta urgencia?
- Buenas noches Áradan. Este es Ísamer, un aprendiz Yuru, y ha venido ha buscarte para que te presentes ante el Supremo Consejo –explicó Fágarten.
- ¿Por qué? –preguntó Áradan tras echar un vistazo de reojo al extraño.
- Cuando llegues te será explicado todo con detalles, ahora deben alistarse para partir –dijo Fágarten.
- ¿Qué pasa si me niego?
- Puedes acompañar a Ísamer de buena gana o puedo atarte a un caballo, de cualquier forma tendrás que ir. Tú escoges.
- Está bien, pero si no piensan darme un poco más de información te conviene empezar a buscar una soga resistente –replicó Áradan.
- No podemos pasar la noche entera discutiendo –contestó Ísamer con impaciencia-. Es una cuestión urgente y de vital importancia, es lo único que puedo decirte.
- ¿Ah, sí? ¿De vital importancia? Bueno, ahora que me lo han aclarado iré a preparar mis cosas –dijo Áradan, una sonrisa cínica se había dibujado en su rostro-. ¿Y tú le crees? –agregó, dirigiéndose a Fágarten- ¿Cómo puedes estar seguro de que es un Yuru siquiera? Que yo sepa sería la primera vez que alguno pasa por Égarol.
- Bueno, en primer lugar eso no hace más que recordarme todas las cosas que no sabes –señaló Fágarten, complacido al ver como las mejillas de Áradan se teñían de un rojo aún más intenso-. Y en segundo lugar, ¿es que acaso no ves el medallón?
- Puede habérselo robado.
- Estos medallones sólo pueden usarlos aquellos a quienes les han sido entregados voluntariamente por otro Yuru –puntualizó Ísamer.
- Oh, claro ¿Y se supone que confíe en ti, así de simple? –lo espetó Áradan, mirándolo de lleno por primera vez.
- Muy bien, supongamos que no soy un verdadero aprendiz, ¿para qué iba a venir aquí? ¿Por qué te buscaría a ti? ¿Cómo sabría tu nombre? No eres tan importante, de hecho dudo que alguien fuera de esta aldea te conozca –terció Ísamer.
Aquello le arrancó a Fágarten una feroz sonrisa de aprobación, había que reconocerlo el chico tenía carácter. Empezaba a pensar que no era tan malo el hecho de que Áradan hubiera sido elegido para aquella tarea, tal vez le vendría bien ver que tan grande era el mundo y que tan diminuto era él en comparación. La celeridad con la que el joven Daero giró hacia el Yuru casi hizo que éste retrocediera un paso:
- Entonces, ¿por qué yo? –preguntó.
- Áradan será mejor que te controles –dijo Fágarten levantando la voz.
- ¿Siempre te dejas convencer con tanta facilidad? –preguntó Áradan- Un desconocido, medio muerto de hambre y cansancio, aparece de repente en la aldea sosteniendo que ha sido enviado por el Consejo Yuru y tú sales corriendo tras él. Nadie es tan ingenuo ¿Qué pruebas tienes de que lo que dice es cierto?
Flavin tenía un año más de experiencia que Ikénn en aquel trabajo, y había adivinado que la conversación se tornaría peligrosamente tensa tan pronto como Wésdal había ido en busca de Áradan. Estaba acostumbrado a presenciar discusiones, Fágarten solía recibir dos o tres personas por día, a veces más, en su mayoría miembros de la aldea. Y casi podía jurar que, en el tiempo que llevaba desempeñándose como ayudante, había visto en esa choza a cada hombre o mujer que vivía en Égarol por lo menos una vez. Por eso sabía de sobra que Áradan era el único que se atrevía a dirigirse de aquel modo al temible líder de los Daeros. Lo que no entendía era por qué éste se lo permitía.
- Mis razones para creerle o dejar de creerle no son de tu incumbencia. Más te vale recordar con quién estás hablando, antes de que me vea obligado a refrescarte la memoria –dijo Fágarten-. Deberías estar agradecido de poder participar en un asunto del cual, para empezar, ni siquiera mereces estar enterado.
- Pues busca a alguien que sí lo merezca.
- Me gustaría, pero al parecer eso no es posible. Se me ha pedido que vayas tú o que de lo contrario no envíe a nadie.
- Bueno, en ese caso Ismael –pronunció Áradan lenta y deliberadamente mientras volvía a envolverse en su manto-, cabalga tan rápido como puedas y ten mucho cuidado, no es seguro viajar solo en estos días. Buena suerte, adiós.
Ikénn tragó con dificultad la poca saliva acumulada en su boca, le pareció que la nuez de Adán se atascaba por un momento y luego se deslizaba a duras penas como una espada antigua que se saca a la fuerza de su vaina oxidada, y creyó que todos se darían vuelta hacia él al oír el ruido ensordecedor del líquido espeso al bajar por la garganta. Y estaban tan enfadados que de seguro comenzarían a gritarle. Pero, por supuesto, nadie escuchó nada.
El líder de los Daeros perdió la poca paciencia que le quedaba, no cedería tres veces en el mismo día:
- ¡Basta! ¡Ve a prepararte, es una orden!
Los ojos de Áradan destilaban furia.
- No iré a ninguna parte a menos que me digan la verdad –dijo Áradan, pronunciando cada palabra lenta y claramente-. Si se tratara de algo importante no me enviarías a mí, sin importar quién te lo pidiera.
- En realidad, tú líder no está de acuerdo; sin embargo, ha decidido colaborar con el Consejo y no forzarme a desobedecer las indicaciones de mis maestros –dijo Ísamer.
- ¿O sea que esto te molesta tanto como a mí? – Áradan observaba a Fágarten con atención, como si intentase descubrir que tan ciertas eran las palabras del mensajero-.Tal vez me vendría bien un pequeño viaje, despejarme un poco. Saldremos mañana temprano, ¿no es así?
- Sí –contestó el Yuru.
Áradan ni siquiera respondió, seguía concentrado en Fágarten. El duro rostro era inescrutable, pero la mirada incendiaria y la mandíbula tensa como un arco a punto de quebrarse le bastaban para creer que el mensajero decía la verdad. Que a Fágarten le causara tanto desagrado la idea era suficiente para controlarse y pensarlo con más calma. Después de todo, ¿qué tenía que perder? Aquél viaje podía ser una buena oportunidad para alejarse de la aldea y ver cosas más interesantes. Dio media vuelta lanzándole a Ísamer una última mirada cargada de desprecio y al salir abrió la puerta con tanta violencia que poco le faltó para derribar al guardia apostado al otro lado.
- Discúlpalo –pidió Fágarten sin mayores explicaciones-. Puedes pasar la noche aquí si lo deseas, sino le diré a Wésdal que te muestre la tienda para huéspedes.
- Preferiría quedarme aquí –dijo Ísamer.
- Muy bien, dormirás en aquella habitación –dijo Fágarten. Señaló una de las puertas y agregó: - Allí encontrarás lo necesario para asearte, comida y un lecho agradable. Si te hace falta algo, no dudes en llamar a Aila.
- Muchas gracias, nos iremos en cuanto despunte el alba.
Que buen inicio, me recordó a las novelas de Andrzej Sapkowski. ¡Me gusta y seguiré atento para leerte!