Dentro de la pequeña habitación varias antorchas estaban encendidas y llenaban el lugar de una reconfortante tibieza. Sobre un banco descansaba otra bella bandeja, pero de algún metal menos precioso que la plata, repleta de frutas, hogazas de pan y trozos de pollo asado que despedían un delicioso aroma. Dos jarras, una de agua y otra llena de un espeso líquido color verde, ambas de hermosos diseños labrados en cerámica, habían sido colocadas al lado de la comida. Tampoco faltaban la miel dulce y fresca y la mermelada para untar el pan. Ísamer notó como la saliva inundaba su boca, pero resistió la tentación hasta después de haberse aseado. Comió hasta sentirse satisfecho y renovado, y luego se recostó a descansar en la pila de pieles que habían dispuesto en un rincón, la cual se le antojo más placentera que cualquier cama del Templo de la Sabiduría.
No tenía intenciones de dormirse todavía. Durante todo su viaje hasta Égarol se había preguntado que clase de sujeto sería Áradan. Al fin y al cabo, se decía que los Daeros eran los últimos descendientes de la estirpe de Karién. Claro que la línea genealógica que los unía se remontaba más allá de tres decenas de generaciones y se perdía en un océano de incertidumbres, por cierto ni los propios Daeros se tomaban en serio esa dudosa filiación. Aún así, ese fabuloso parentesco estaba teñido con la superstición que el paso de los años y la ignorancia le otorgan a los hechos inciertos, lo cual impedía removerlo de raíz de los mitos y las tradiciones de Álgerien. Ísamer, por su parte, había imaginado a un héroe impresionante de miles de batallas, surcado de cicatrices, un hombre de una fuerza y una agilidad asombrosas, alguien digno de numerosas leyendas. Sin embargo, se había encontrado con un chico de casi su misma edad, sin ninguna experiencia en el combate y, además, con muy mal carácter. No le gustaba en absoluto la reacción que había tenido el muchacho ante las órdenes de Fágarten, y sospechaba que el viaje de regreso iba a ser incómodo.
Con todo, aquello debía ser un paseo en comparación con los destinos que les habían tocado a Denjirl y Khas. El primero había sido enviado al pueblo subterráneo de los velinianos, al cual muy pocos lograban descender sin enfermar, pues las condiciones en que vivían sus habitantes resultaban extremas para el cuerpo humano. Mientras que Khas, quien estaba a punto de finalizar su entrenamiento y convertirse en una maestra Yuru, había recibido instrucciones especiales para presentarse en Mívvel, el reino de los magos. Al menos ellos podrían hacer juntos parte del trayecto, habían partido de Sémper cabalgando hacia el sur. Luego deberían tomar distintas direcciones, Denjirl iría hacia el este y Khas hacia el oeste. ¿Les estaría yendo tan mal como a él? ¿Estarían bien? ¿Cómo estarían tomando el mensaje de Coen en el resto de Álgerien? ¿Había sido ansiedad lo que creyó ver en el rostro de Fágarten al darle el mensaje, o había sido algo más peligroso, algo como deseo por ejemplo? ¿Qué tan grave era en realidad lo que estaba sucediendo? Demasiadas dudas le daban vueltas en la cabeza. El cansancio volvió a apoderarse de él y dejó que el amodorramiento lo venciera. Se durmió lamentando que lo hubiesen enviado en busca de aquel muchacho engreído.
Aila entró en la habitación aún antes de que la oscuridad se esfumase por completo, huyendo de los primeros débiles rayos del sol. Tenía que limpiar y acomodar todo antes de que Fágarten y su invitado despierten, pues eso era lo que se acostumbraba entre las mujeres de los Daeros. Pero una vez que sus ojos se adaptaron a la falta de luz del cuarto, se quedó perpleja al ver que el joven Yuru ya se encontraba despierto a pesar del estado en el que había aparecido la noche anterior. La mujer estaba a punto de articular una disculpa cuando notó que, aunque estaba sentado, el muchacho mantenía los párpados cerrados y la cabeza inclinada hacia el suelo. Aila, que no era una persona muy instruida, se acercó un poco más preguntándose si los Guardianes eran capaces de dormir en aquella extraña posición. En su opinión debía ser muy incómodo descansar con las piernas cruzadas de esa manera.
Empezaba a pensar que, tal vez, por alguna magia maligna lo habían convertido en piedra, puesto que ni siquiera conseguía escucharlo respirar. En el mismo momento en que decidió que debía avisarle a Fágarten lo que ocurría, el medallón que colgaba del cuello de Ísamer centelleo con un brillante resplandor dorado. Duró apenas unos segundos en los cuales el pequeño cuarto permaneció completamente iluminado, y luego se extinguió ahogando la habitación en una oscuridad aún más profunda que antes. Aila quedó petrificada y cegada con el pomo de la puerta en la mano, se le había muerto un grito en la garganta ante la intensidad de aquella luz. Si le hubiesen dicho que el sol se había metido dentro de aquella choza para apagarse y morir unos instantes después, estaba segura que podría habérselo creído. Pero lo más extraño era que no había sentido ni miedo, ni dolor, ni ninguna otra sensación desagradable, sino una tranquilidad y una seguridad como nunca antes había sentido ni volvería a sentir. En cuanto recuperó la vista pudo notar que el muchacho seguía en la misma postura, aunque ahora tenía los ojos abiertos. Aila no sabía si el chico la estaba mirando o no y tampoco quería averiguarlo. Se apresuró a terminar su trabajo y salió de allí tan rápido como se lo permitieron las piernas.
Ísamer se incorporó al poco tiempo y comenzó algunos ejercicios de elongación. Mientras lo hacía se percató de que el lugar había sido ordenado, lo cual no lo sorprendió. Mientras practicaba el Akióps, tal como se lo habían inculcado cada día desde que comenzara su aprendizaje, había podido percibir con nitidez que alguien había entrado al cuarto. Lo entusiasmaba la certeza de que esta vez había llegado un paso más lejos. No sabía con seguridad qué efecto habría producido a su alrededor, pero había logrado concentrarse lo suficiente para ser consciente de su cuerpo, su mente y su energía como una misma entidad por un brevísimo instante. Le habían enseñado que mientras más lejos se llegaba en los niveles del Akióps, mayores eran los cambios que se producían en el entorno, y que tarde o temprano incluso sería consciente de esos cambios.
Las jarras estaban llenas otra vez y alimentos livianos pero abundantes sustituían los restos que él había dejado antes de acostarse. Desayunó, y luego se dirigió detrás de la cabaña donde lo esperaban Fágarten y Áradan. Estaban terminando de cargar las alforjas de los caballos que les habían traído del establo principal. Eran dos animales magníficos, o al menos eso le pareció a Ísamer que no era precisamente un experto en el tema. Uno de ellos era de un color cobrizo y Áradan lo montaba a pelo como era costumbre en su pueblo. El otro había sido ensillado especialmente para él y su pelaje se veía tan negro que parecía capaz de camuflarse con la noche cerrada incluso al atravesar la llanura.
- Gracias, pero no era necesario que se tomaran el trabajo de ensillarlo –dijo Ísamer.
- No ha sido ningún problema, aunque tal vez no sea la silla más lujosa y brillante puesto que es improvisada y el herrero no ha tenido mucho tiempo para los detalles –contestó Fágarten-. Ya todo está listo, he ordenado que les preparen provisiones para un largo viaje, suficientes como para que no se preocupen por ello y no sufran retrasos deteniéndose a cazar. También tienen varias cosas que pueden resultarles útiles y Áradan lleva sus armas consigo. He notado que tú no traías ninguna así que me tomé la libertad de traerte una espada corta pero no por ello menos eficaz y un arco pequeño. No creo que tengas dificultades en manejar ninguna de las dos cosas.
- Muchas gracias por todo, pero no puedo aceptarlas. Ya debe saber que los Yurus no utilizamos armas salvo que sea inevitable, y los aprendices las tenemos prohibidas. Pero no creo que nos hagan falta, además confío en las habilidades de mi nuevo compañero.
Áradan notó el dejo de sarcasmo en la última parte de la frase, pero no se inmutó. Ahora llevaba un chaleco de cuero cerrado sin botones y mocasines de piel sin curtir. Cruzada sobre su pecho se veía la cuerda de un carcaj repleto, el arco iba escondido en las alforjas pero al alcance de la mano del jinete, y entre las vendas de cuero del antebrazo izquierdo asomaba el mango de hueso tallado de una daga. Ísamer se preguntó qué tan diestro sería con esas armas, y se contestó que lo suficiente como para andarse con cuidado.
- No es el más destacado de nuestros jóvenes, pero sigue siendo un Daero y eso significa que sabe luchar –manifestó Fágarten-. Ahora váyanse, Sémper queda lejos.
- Así es, adiós –dijo Ísamer.
Áradan se limitó a un simple movimiento de cabeza, y salió al trote.
Las murallas de piedra habían quedado atrás hacía ya varias horas y el sol escalaba el trecho más alto del cielo surcado de nubes, pero aún no cruzaban palabra. Ísamer cabalgaba al frente tratando de seguir un camino fijo entre las múltiples desviaciones y bifurcaciones que entretejían los senderos delineados por los grupos de hayas, robles y demás árboles y arbustos. Mientras que Áradan, todavía ofendido, iba sumido en sus propios pensamientos. Trataba de descubrir por qué se había enfadado tanto. Después de todo, la noche anterior, luego de serenarse, había descubierto que se sentía orgulloso de haber sido escogido para presentarse ante el Consejo Yuru. Y ansiaba tanto conocer el Templo de la Sabiduría como ver el inmenso monte sobre el cual se asentaba: Sémper. Las leyendas contaban que en una época remota, Cuenya se había enfurecido de tal modo que había tomado Álgerien con sus manos y lo había sacudido hasta causar terribles terremotos y maremotos, produciendo devastadores cambios en la configuración de los territorios del mundo, y mientras todo se derrumbaba a su alrededor, Sémper había permanecido en un estado de inalterable armonía. Por supuesto que esa era sólo una de las tantas historias que hablaban del monte, muchas otras narraban su imponente tamaño o su belleza milenaria.
Pero también existían otros motivos por los que Áradan podía considerarse afortunado, a decir verdad le venía bien alejarse un tiempo de la aldea. De todos modos creía que nadie lo extrañaría, al menos él no extrañaría a nadie, de eso sí estaba seguro. No había razón aparente para haberse enfurecido de aquel modo, pero el que no le dijesen el verdadero motivo del viaje lo irritaba. Le debían una explicación y, por fin, dijo:
- ¿A qué se debe todo esto? Quiero decir, ¿para qué me han mandando llamar en realidad?
- Ya te lo he dicho: se trata de un asunto de gran importancia –respondió Ísamer.
- Vamos, ya puedes dejar esa farsa, Fágarten no está aquí –replicó Áradan, pero Ísamer lo ignoró-. Está bien, está bien, digamos que te creo... ¿de qué se trata?
- No lo sé, pero nos lo explicarán a su debido tiempo –contestó Ísamer.
- ¿Qué pasa contigo? ¿Eso es lo único que sabes decir?.
- Eres tú el que sólo sabe preguntar ¿Por qué no tratas de disfrutar el paseo?
Áradan decidió que no tenía sentido insistir, Ísamer era muy terco para ceder o en verdad sabía tan poco como él. Daba igual cual de las dos fuera, ambas posibilidades resultaban igual de exasperantes. Estiró el brazo hacia la rama cercana de un manzano y arrancó una fruta, tomó su navaja y se dedicó a quitarle la cáscara.
Durante el resto de la jornada no volvieron a conversar. Sólo Ísamer volvió a hablar en una ocasión, poco después del mediodía, para informar a su compañero con un escueto “Comamos algo”, que Áradan aprobó en silencio. No obstante, también se las arreglaron para evitar dirigirse la palabra en ese pequeño receso. Ísamer continuaba guiándolos pero no conseguía hallar el camino que había seguido hasta Égarol. No estaba seguro de haber logrado mantener la línea casi recta que se había propuesto al partir y tenía la impresión de estar adentrándose en zonas más densas y oscuras del bosque. Había momentos en los que necesitaba consultar con Áradan sobre la dirección, ya que probablemente él conocía mejor las tierras perdidas, pero cambiaba de idea al ver la fría expresión del Daero.
En aquella región había muchos árboles frutales y Áradan aprovechaba para distraerse comiendo hasta cansarse. Ísamer parecía más y más desorientado a medida que avanzaban: le costaba decidirse ante las bifurcaciones, cada tanto daba rodeos que los llevaban a sitios por los que ya habían pasado y ni siquiera se daba cuenta, incluso habían terminado en senderos bloqueados de vez en cuando. A Áradan le resultaba divertido verlo volver la cabeza a izquierda y derecha constantemente buscando algún indicio, algo que lo ayudara a elegir un camino que, por supuesto, no encontraba.
El Yuru había pasado toda su vida en el Templo de la Sabiduría, y hasta el momento en que había partido desde Sémper solamente sabía como era el mundo de acuerdo a las descripciones de sus maestros, los cuadros y los libros. Todo lo que había visto a lo largo de ese viaje lo había maravillado, y seguía haciéndolo. El único problema era que perderse en un maldito bosque no era lo mismo que perderse en los pasadizos de un Templo, donde siempre podías encontrar a alguien que te ayude. Estaba cansado y de mal humor, así que en cuanto la luna apareció por sobre las copas de los árboles, aprovechó la falta de luz como excusa para detenerse por ese día. Áradan calculaba que podrían haber continuado dos horas más por lo menos, pero no quiso discutir. Desmontó con agilidad y siguió a Ísamer hacia un claro al costado del sendero. Luego de alimentar a los caballos, se prepararon algo para comer, cada uno por su lado, y se recostaron contra los troncos de los dos árboles que se hallaban más alejados entre si.
- Lo mejor será que monte guardia –dijo Ísamer al terminar su cena.
No esperaba que Áradan contestara, ni mucho menos que se ofreciera para hacer turnos. Sin embargo, Áradan decidió volver a hablar.
- No es necesario, no encontraremos criaturas peligrosas mientras continuemos en los bosques. Y si, por improbable que sea, alguna se atreviera a acercarse, moriría atravesada por las flechas aún antes de notar nuestra presencia.
- Se ve que tienes mucha confianza en tus habilidades.
- Sí, la tengo, pero no sería yo quien tensara el arco. Varios de los mejores arqueros de mi pueblo deben estar vigilándonos, de seguro nos siguen desde hace horas. No te preocupes, se irán al salir el sol.
- Yo no los he visto. ¿Cómo puedes estar tan seguro?
- Tampoco los viste antes según escuché, y sin embargo estaban allí –replicó Áradan-. Es sólo una estúpida creencia de mi pueblo, según la cual en la primera jornada de una expedición la mala suerte ronda a los viajeros. De todas formas, si quieres vigilar deberíamos hacer turnos –agregó en un tono más conciliador.
- No, está bien. Si no crees que haga falta no lo haremos.
Ninguno agregó otro comentario. Aún así esa había sido, con mucho, la mejor conversación que habían sostenido hasta el momento, e Ísamer consideró que si a partir de entonces podían mantener ese trato las cosas no irían tan mal. Los dos se envolvieron en abrigadas pieles de lobo guardadas en los fardos que les habían preparado por orden de Fágarten, pues aunque había sido un día cálido la temperatura volvió a descender durante la noche. Durmieron profundamente, confiados de la seguridad que les brindaban los arqueros.
La conducción de Ísamer no mejoró en el transcurso de la mañana siguiente.
- ¿Tienes pensado dirigirte hacia la llanura en algún momento? ¿O vamos a seguir dando vueltas mucho tiempo más? Porque para ser sincero estoy empezando a aburrirme –dijo Áradan.
- ¿Por qué en lugar de quejarte no me ayudas a decidir el rumbo? Esto es un maldito laberinto.
- Es que no sabía que te habías perdido. Como no me preguntaste supuse que conocerías algún camino secreto o tendrías algún plan fantástico –dijo Áradan con una sonrisa.
- Sí, claro, de seguro no te habías dado cuenta que es la tercera vez en las últimas dos horas que pasamos por esos troncos –Ísamer señalaba dos enormes troncos caídos casi encimados, cubiertos casi completamente por hierbas, hongos y hojas secas.
- La quinta –corrigió divertido Áradan.
- ¿Por qué demonios iba a saber como salir de aquí? Por si no lo notaste, no tengo ni la menor idea de dónde estamos.
- ¿No se supone que eres un Yuru? Vaya, ustedes sí que van en decadencia.
- Sí, pero mi formación no ha concluido todavía. Tú no tienes ningún derecho a hablar así de los Guardianes de Álgerien, los Dueños del Conocimiento, los Hijos de la Luz, los...
- Sí, sí, lo que sea –lo interrumpió Áradan-. Gracias a ti ya nos hemos adentrado demasiado en dirección al este, y para llegar hasta la llanura que se extiende más allá de las fronteras de las tierras perdidas tendremos que seguir adelante hasta el paso de las montañas y allí cruzar Taretil, el puente colgante, hacia el norte. Por suerte es el camino más corto.
- ¿Cuál puente? Yo no recuerdo haber cruzado ninguno.
- Eso es porque debes haber tomado el camino del noroeste, que atraviesa el bosque por la zona más despejada dando un enorme rodeo hasta salir a la llanura. Es el camino más sencillo y también el más largo, pero ahora perderíamos mucho tiempo buscándolo. Además, no pasará nada si tenemos cuidado.
Áradan se había atrevido a cruzar Taretil una sola vez, pero eso no iba a acobardarlo. No pensaba desperdiciar la oportunidad de disfrutar la cara que pondría su compañero ante la Herida de Karién.
Cabalgaron durante un buen rato, el silencio volvía a reinar, atenuado por el sonido de los cascos contra el suelo compacto y pedregoso, o interrumpido brevemente por el canto de los pájaros. Pero allí estaba, alzándose entre ellos como una pared invisible. Hasta que Ísamer dijo:
- Creo que empezamos mal. Sería mejor que tratemos de llevarnos bien, después de todo, seremos compañeros de viaje unos cuantos días.
- Sí, supongo que sí –concedió Áradan al cabo de unos minutos-. Bueno, dime, ¿qué tan lejos queda el Templo de la Sabiduría?
- No sé con exactitud a que distancia nos encontramos. A mí me tomó cerca de doce días llegar a Égarol a pie. Si mantenemos un buen paso y no tenemos contratiempos, deberíamos encontrarnos ante Sémper en cinco o seis días.
- En tres o cuatro será entonces, no olvides que el puente es un atajo. Será mejor que yo guíe, por lo menos hasta salir de Áder, no quiero que nos extraviemos de nuevo y tardemos más de lo necesario –dijo Áradan.
- Como quieras.
En realidad, el recorrido no era fácil de seguir. Cualquiera que no conociese la región estaría en serias dificultades. Áradan siempre había disfrutado andar sin rumbo por los alrededores y con los años había memorizado esos territorios. Y si aquella noche las estrellas se hubiesen visto altas y brillantes, brindándoles la luz suficiente, podrían haber seguido avanzando sin que él se desviase. Sin embargo, el cielo estaba cubierto, y un poco más tarde Áradan decidió que sería conveniente detenerse y reanudar la marcha al amanecer. Encontraron un sitio reparado entre un grupo de alerces cuyas ramas se enlazaban entre sí formando un techo natural sobre ellos, y tras una parca pero reconfortante cena se dispusieron a esperar el nuevo día.
Recostado contra la cara musgosa y suave de un grueso tronco, Ísamer meditaba en las palabras de Coen, tratando de descifrar qué clase de premonición lo había alertado de esa forma. Aquello había ocupado su mente durante la mayor parte de la última semana. Hasta les habían entregado, tanto a él como a los demás aprendices, sus medallones protectores sin haber terminado aún su entrenamiento. “Es el símbolo de tus esfuerzos y el reconocimiento por tus logros”, era lo que le habían repetido hasta el cansancio, y ahora se lo entregaban como si nada. Khas le había explicado que el medallón era un catalizador de la energía de su portador y que, al mismo tiempo, se encontraba en sintonía con las fuerzas rectoras de Álgerien, permitiendo un acceso más simple y directo a las mismas. Esas eran sólo algunas características de aquella herramienta maravillosa. Maravillosa si se sabía utilizarla, por supuesto. Pero él no conseguía dominarlo todavía, las repentinas sensaciones que le transmitía eran la prueba más evidente de ello. Por momentos sentía que le quemaba la piel bajo el manto y en otros le parecía helarse con solo rozarlo. Áradan yacía de costado cerca del equipaje, y a pesar de estar acostumbrado al incesante zumbido de los mosquitos y el suelo duro e irregular, propios de la vida a la intemperie, tampoco lograba conciliar el sueño.
- ¿Qué te parece si encendemos una fogata? –preguntó.
- Por mí está bien.
Una vez reunidas unas cuantas ramas secas el Daero encendió el fuego en un abrir y cerrar de ojos, y poco después conversaban al calor de las llamas chispeantes.
- ¿Todos en tu pueblo conocen estos bosques tan bien como tú? –preguntó Ísamer.
- No lo sé –dijo Áradan, encogiéndose de hombros-, no lo creo. Casi todos, salvo los más pequeños, conocen los distintos caminos y atajos en mayor o menor medida. El reconocimiento del entorno es una parte esencial del entrenamiento de un guerrero. Pero dudo que muchos puedan recorrerlo en toda su extensión con tanta confianza como yo.
- ¿Por qué?
- Supongo que al haberme perdido tantas veces he llegado a descubrir hasta el último rincón de este lugar.
- ¿O sea que no soy el primero? –preguntó Ísamer sonriendo.
- Por supuesto que no. Cuando tenía unos doce años, salí a buscar un sitio tranquilo y alejado para practicar con mi arco. A las pocas horas terminé en una zona que desconocía, un par de kilómetros al sur de este mismo claro. Oscureció antes de que pudiera hallar el camino de regreso y el cielo estaba completamente nublado, apenas podía distinguir los troncos de los árboles. Pero en la desesperación por volver a la aldea continué dando vueltas en lugar de esperar hasta el alba, no tardé mucho en dar un paso en falso y caí por un barranco de pocos metros de altura, al llegar abajo me estrellé contra un alerce. Cuando recuperé la conciencia la luz del sol me daba de pleno en la cara y al tratar de levantarme descubrí que tenía el tobillo izquierdo del tamaño de una piña. Fue la única vez que no pude regresar por mi cuenta, me pasé el resto de la mañana y la tarde de ese día pidiendo ayuda hasta que Wésdal y su grupo de búsqueda me encontraron.
Sólo cuando vio a Áradan sonreír se permitió imitarlo Ísamer, hasta el momento se había mostrado serio porque no quería que creyera que se estaba burlando de él.
- No debe haberte parecido muy divertido. Imagino que pasó un buen tiempo antes de que te atrevieras a salir de nuevo a explorar sin compañía.
- Volví a hacerlo en cuanto mi tobillo estuvo curado. No fue tan malo; aquel día, en el fondo de ese barranco, encontré esto –Áradan sacó de debajo de su chaleco la tira de cuero que le colgaba del cuello para dejar a la vista el precioso trozo de obsidiana. Ísamer contempló admirado como el resplandor del fuego jugaba sobre la superficie de la piedra-. Lo peor fue tener que esperar que alguien me encontrara.
- Es hermosa, debe ser una joya muy valiosa.
- Hay algo que me gustaría preguntarte sobre tu pueblo –dijo Áradan.
- ¿Mi pueblo?
- Sí, sobre los Yurus...
- Yo no soy un Yuru...
- Sí, ya lo sé, eres sólo un aprendiz. Pero de todos modos...
- No, lo que quiero decir es que mis padres no son Yurus. Nací en Áfis, una de las ciudades del Reino del Loto.
- Pero entonces, ¿cualquiera puede convertirse en un Guardián?
- Cualquiera puede intentarlo, pero no todos lo consiguen. Si llevas sangre Yuru entonces estás destinado a ser un Guardián, aunque existe la posibilidad de negarse y exiliarse de Sémper para siempre. Si, en cambio, deseas ser un Guardián a pesar de no llevar su sangre eres sometido a prueba. Aquellos que superan la prueba comienzan el entrenamiento.
- O sea que tú lo lograste. ¿Cuál fue la prueba?
- No lo recuerdo, fue hace mucho tiempo. Coen me contó que un día se presentaron en el Templo una mujer y un hombre con un niño de apenas tres años. Querían que su hijo sea un Guardián, y creían que tendría más posibilidades de conseguirlo si era criado allí. Coen les explicó que eso no afectaría en absoluto el resultado y que los aprendices debían tener al menos cinco años de edad para comenzar su preparación. Pero los padres no estaban dispuestos a aceptar esa respuesta e insistieron hasta que Coen cedió a hacerle la prueba al niño en aquel momento, dejando en claro que aunque se diera el caso de que la aprobara aún deberían esperar dos años más. Yo era ese chico, por eso no tengo idea de cuál es la prueba.
- ¿Nunca se te ocurrió preguntar?
- No, y ahora que lo mencionas se supone que es un secreto y quienes no hayan sido sometidos a ella no deben saber de qué se trata. Aunque lo supiera, seguiría sin poder decírtelo.
- Debes ser un prodigio o algo así –dijo Áradan, y para sorpresa de Ísamer no había sarcasmo en el comentario-. En mi opinión parece un entrenamiento bastante agotador, ¿cuántos años llevas ya: nueve, diez?
- Ocho. Pero, ¿acaso tu entrenamiento no es tanto o más duro que el mío?
- Sí, pero en tu caso ni siquiera fue tu elección.
- ¿En el tuyo sí? –Ísamer se dio cuenta que para Áradan aquello había sido como si le hubiese dado un puñetazo en la cara, esa era una pregunta que nunca se había planteado. Se apresuró a redirigir la conversación hacia si mismo- No les guardo rencor a mis padres por eso si es lo que tratas de insinuar, pienso que veían un gran potencial en mí y deseaban que lo aproveche. Lo único que me molesta es que no los he vuelto a ver desde entonces –su voz pareció apagarse con las últimas palabras, como si sus pensamientos se hubiesen enfocado en otra cosa momentáneamente, y luego volvió a sonar con la claridad de siempre-. ¿Qué hay de tus padres?
- No tengo mucho para decir de ellos. Mi madre murió a los pocos días de mi nacimiento, y mi padre fue asesinado cuando yo tenía cinco años.
- ¿En una batalla?
- No, unos trolls atacaron por sorpresa la patrulla que él tenía a cargo.
- Lo siento.
- Sí, yo también –era la primera vez que mencionaba la muerte de sus padres sin que su interlocutor se compadeciera de él como si estuviese agonizando, lo cual le resultó agradable.
- ¿Crees que podrás hacerme esa pregunta antes de que amanezca?
- ¿Qué?
- La pregunta que querías hacerme sobre los Yurus.
- Ah, sí. ¿Por qué son los Guardianes de Álgerien?
- ¿Qué quieres decir?
- ¿Por qué los Yurus, y no los magos de Mívvel o mi propio pueblo por ejemplo? Nunca nadie me lo ha explicado. No usan armas, no son guerreros y tampoco saben magia según tengo entendido. Entonces, ¿por qué son los Guardianes?
- No hace falta usar una gran espada y tener músculos enormes, o usar conjuros y hechizos para tener poder. Los Yurus fueron obsequiados con el lenguaje de Cuenya, a través del mismo aprendieron las técnicas para usar la facultad primordial. Y como sabes, en ésta se halla el poder mismo de Cuenya.
Áradan lo miró pensativo y luego asintió en silencio, aunque en realidad no tenía idea de qué se trataban el lenguaje de Cuenya o la facultad primordial.
- Bueno, creo que será mejor dormir un poco –dijo Ísamer.
- Sí, es cierto.
Dejaron el fuego encendido puesto que en la noche el frío se volvía intenso y penetrante, además no existía el riesgo de que el calor de las llamas atrajera seres peligrosos mientras continuaran dentro de los límites de las tierras perdidas.