Era una habitación mediana y sencilla. Dos camas, una mesa y un par de sillas, baño, armario, dos repisas y una ventana; no muy lujoso pero agradable. Y sin dudas mejor que dormir bajo la lluvia, pensó Áradan.
- Varios de los mensajeros no han regresado aún, así que tendrán unos días para hacer lo que les plazca, les sugiero que los usen para descansar y relajarse. Y en cuanto a ti Áradan, podrías aprovechar la ocasión, recuerda que estás en el Templo de la Sabiduría –dijo Nárfal antes de irse.
- Creo que lo haré –respondió Áradan.
- Pero primero dense un baño, apestan –replicó el viejo alejándose por el pasillo.
Tenía razón, ambos estaban cubiertos de sudor y mugre. Áradan tenía el pelo enmarañado y las ropas llenas de tierra. Ísamer estaba demasiado cansado para discutir así que dejó que su compañero se aseara primero, además tenía algo urgente que hacer.
Las cosas empezaban a mejorar. Aquel accidentado viaje había terminado bien por suerte. ¿Sabría Fágarten el rumbo que habían tomado? Áradan creía que sí. Después de todo, aquel maldito mandamás debía estar pendiente de cada uno de sus movimientos desde que dejaran Égarol. Le restregaría ese error en la cara cada vez que tuviera oportunidad. “Y tendré que aguantármelo”, pensó apretando los dientes. Pero valía la pena, cada vez parecía más verosímil que allí estuviera ocurriendo algo realmente importante. Además, aquel sitio era increíble. Estuvo en el agua aproximadamente una hora antes de decidir que ya era suficiente. Había pasado una semana o más sin bañarse y extrañaba esa sensación relajante que produce el estar limpio. Se recostó y esperó que Ísamer regresara a buscarlo para ir a cenar. No tardó mucho en quedarse dormido.
Cincuenta personas se encargaban del cuidado de los caballos, lo cual promediaba alrededor de siete animales por cabeza. Los Yurus nunca se habían especializado en la cría de caballos, pero solían recibirlos como regalos de agradecimiento de diferentes pueblos y con el paso del tiempo el descomunal establo había absorbido casi por completo el ala este del Templo. Sin embargo, en los últimos meses cada vez más Yurus habían ido abandonando el Templo para dirigirse a los distintos pueblos de Álgerien que solicitaban su ayuda con urgencia e incluso, en algunos casos, franca desesperación. El establo, al igual que el resto del Templo, había comenzado a deshabitarse lentamente; y con la partida de los aprendices, transformados en mensajeros temporales por orden del Consejo, sólo los caballos más viejos se habían visto exentos de una dura travesía. Ahora el lugar estaba casi desierto y ofrecía un tenue aspecto fantasmal, apenas podía oírse algún ocasional relincho apagado. Coen caminaba despacio y seguro, sin preocuparse por la total falta de luz.
- Así que ya sabes que fue Nárfal quien intervino –dijo.
- Tenía la sospecha de que había sido él, terminé de deducirlo cuando nos recibió hace unas horas –contestó Ísamer a su lado, que aún no lograba regular sus pasos de acuerdo al andar del anciano.
- ¿Y entonces por qué estás discutiendo esto conmigo?
- Quiero saber cómo lo hizo, cómo consiguió adueñarse de mi cuerpo.
- Si eso fuese lo que te intriga, estarías hablando con él. Hay otra cosa que te molesta.
- Bueno... –Ísamer vaciló un momento antes de continuar-, es que no sé que habría pasado de otro modo. Si Nárfal no hubiese tomado el control, no sé si habría tenido la fuerza para salvarlo.
- Yo no puedo darte la respuesta, nadie puede. Sucedió lo que sucedió, no te angusties pensando en ello.
- Pero Nárfal actuó así porque dudó de mí, lo decepcioné. Tal vez no soy tan capaz como yo creía.
- No juzgues sus acciones, no intentes hacer algo para lo cual no estás preparado. Somos pocos los que podemos comprender con algún grado de certeza la magnitud de los pensamientos de Nárfal, ni siquiera a mí me resulta sencillo. De todos modos puedo decirte que hizo lo que cualquier otro con sus capacidades habría hecho: te ayudó en una situación muy peligrosa. Pero no por falta de confianza, sino porque no era necesario seguir tomando riesgos. Ustedes dos ya se habían arriesgado más que suficiente.
Ísamer guardó silencio y sintió como el olor del heno viciaba el aire. El establo conservaba la calidez del ambiente incluso a aquella hora de la madrugada. Coen retomó la palabra:
- En cuanto a lo otro que querías saber, es una de las cualidades de los medallones.
- ¿De verdad?
- Sí, ya sabes que los medallones protectores tienen muchas cualidades y a medida que adquieras experiencia tanto en su uso como en la práctica del Akiops, mayor cantidad de ellas podrás aprender y controlar. El dominio de un cuerpo ajeno sin la doblegación de la voluntad de su dueño y sin causarle al mismo un gran daño es una técnica sumamente complicada. Hasta ahora sólo Nárfal y yo hemos sido capaces de utilizarla con éxito.
- Entiendo, pero ¿cómo supo que necesitaba ayuda en ese momento exacto?
- Los medallones también están conectados entre sí, todos y cada uno de ellos se enlazan con el resto a través de una red espiritual. Tarde o temprano comenzarás a notar que al concentrarte cientos de lucecitas se iluminan en tu mente, diminutos focos de poder que representan al resto de los Yurus que cargan un medallón.
>> De todas formas, identificar al portador de uno de ellos y establecer un nexo como lo hizo Nárfal es algo que demanda un esfuerzo y un gasto de energía asombrosos, y sólo es seguro realizarlo cuando la distancia que separa a ambos individuos no es demasiado grande.
- Supongo que cruzar Taretil fue una verdadera estupidez.
Coen sonrió en la oscuridad y luego dijo:
- Ve a dormir, ya es muy tarde.
Algún entrometido rayo de luz se coló por la ventana y obligó al Daero a abrir los ojos. Se levantó con el amodorramiento típico de la mañana y se dirigió a su baño. Buscó a tientas el tonel de agua, pero fue inútil, el tonel no estaba allí. También descubrió que había un extraño olor a encierro. Abrió la puerta y salió un tanto confundido. De pronto se detuvo, se restregó los ojos con fuerza y miró a su alrededor. Entonces recordó donde estaba; había despertado creyendo haber soñado con los Yurus, con un gran templo y un largo viaje. Había despertado creyendo estar en su pequeña choza en Égarol, pero afortunadamente no era así.
- ¿Qué pasa? ¿No te gustó el armario? –se burló Ísamer que había observado todo desde un rincón del cuarto.
Áradan balbuceó algo ininteligible y se dirigió al baño, esta vez al verdadero.
- Si te das prisa y desayunas rápido podrás recorrer el templo con un guía personal –dijo Ísamer.
- No te ofendas pero estoy algo cansado de pasear contigo –contestó Áradan mientras se secaba la cara.
- ¿Quién dijo que yo iría? Nárfal se ofreció a enseñarte el lugar, pero si no quieres está bien.
- No, no, sí quiero. Es una buena idea, después de todo me hospedaré aquí unos días. ¿Me está esperando? ¿Adónde está?
- Primero cámbiate y come algo. Luego te llevaré con Nárfal, al parecer está muy interesado en ti.
- ¿Dijo algo?
- No, no dijo nada, es sólo una suposición.
Áradan se había puesto un par de pantalones de piel de ciervo que estaba junto con la parte del equipaje que se había salvado. Sin embargo, no había considerado necesario llevar más prendas y el resto de su ropa de viaje también estaba sucia, así que tuvo que tomar prestada una camisa de una tela suave y liviana.
Ísamer lo acompañó como le había prometido, subieron algunas escaleras y atravesaron varias salas y corredores, hasta que se encontraron en un angosto pasillo iluminado. Al final y en el centro del mismo, sentado justo delante de una pequeña puerta, había un hombre con los ojos cerrados y un bastón entre las manos. Los dos jóvenes avanzaron hasta él.
- Ya era tiempo –dijo el anciano.
- Lamento haberte hecho esperar Nárfal. Cuando llegué al dormitorio, mi compañero se encontraba en período de hibernación –dijo Ísamer.
- Lo siento mucho, es que normalmente no me despierto tan temprano como ustedes –se defendió Áradan.
- No le hagas caso, a él le tomó meses acostumbrarse –dijo Nárfal-. Bueno, basta de charla, es hora de empezar el recorrido.
- Muy bien, espero que se diviertan –dijo Ísamer.
En el Templo de la Sabiduría cada corredor estaba conectado con otros dos o tres, o más en algunos casos. Y en todos ellos se podía ver, repartidas a izquierda y derecha, gran cantidad de entradas, puertas y escaleras. Lo cual lo convertía en un sitio bastante laberíntico si uno no se familiarizaba con los decorados y demás detalles que distinguían un área de otra.
Casi toda la planta baja (excepto por el ala este que estaba dominada por los establos) y el primer piso consistían en cocinas, comedores, dormitorios, despensas, aseos, aulas de preparación física y áreas de descanso. El segundo piso estaba dedicado a las bibliotecas, salas de meditación y aulas de estudio. El salón del Supremo Consejo ocupaba todo el tercer piso. Nárfal le informó al Daero que sólo recorrerían el segundo piso, pues a su juicio era el más interesante. Lo demás ya lo podría revisar por su cuenta.
Áradan observó asombrado que tanto en el primer como en el segundo piso la mayor parte de las paredes, columnas, arcos y techos estaban recubiertos de hiedra; las múltiples ventanas inundaban los vastos espacios de luz suficiente para que la planta se extienda a sus anchas. Notó también que se podían encontrar medallones protectores diseminados por todas partes: asomando entre la hiedra, incrustados en la roca, colgando de dinteles o decorando bibliotecas. El anciano le explicó que aunque para el ojo inexperto se vieran idénticos, el medallón de cada Yuru era único e irrepetible, grabado con marcas singulares que lo distinguían e imbuido con la energía de su portador. Los cientos de ellos que podían verse repartidos por todo el Templo eran el legado de los Yurus que ya habían muerto.
Ante los ojos del muchacho desfilaron miles de pergaminos, grabados, reliquias, estatuas, pinturas, salas y columnas. No había un sólo recinto en el que no pudiera encontrarse al menos una estantería repleta de libros. Áradan dedujo que allí la palabra escrita debía ser tan sagrada como lo eran las espadas para su pueblo. Nárfal avanzaba sin prisa, dándole tiempo al muchacho a orientarse, para lo cual era sumamente lúcido. Y tomándose su propio tiempo para realizar una visita guiada completa, pues el anciano conocía la historia de cada objeto y cada recoveco.
En opinión de Áradan, allí todo era sorprendente, sin embargo había un artículo en especial que le llamaba la atención. En un rincón de una inmensa biblioteca atiborrada de libros forrados en cuero y volúmenes de tapas plateadas o doradas, había una mesa de cedro tallada con increíble maestría. Pero no era la mesa lo que atraía a Áradan, sino lo que había encima de ella: un pequeño fragmento de jade, tirado allí como si fuese algo sin la menor importancia.
- ¿Qué sucede? –preguntó Nárfal al notar el interés del Daero.
- No, nada. Me preguntaba cuál sería la historia de esa gema.
- Oh, ¿eso? Bah, sólo es un trozo de la cúpula del templo, incluso las estructuras más sólidas comienzan a sufrir los efectos del paso del tiempo al cabo de unos cuantos milenios. Mira que ir a fijarse en eso habiendo aquí tantas cosas interesantes, no tienes muy buen ojo muchacho.
- Lo siento, creí... creí que si se encontraba en este lugar –Áradan se calló sintiéndose ridículo y avergonzado.
- Sólo estoy bromeando –Nárfal lo observaba sonriendo-. Es curioso que te hayas interesado precisamente en esa pequeña joya. Ese es tal vez el objeto más valioso de este templo.
- ¿En serio? –preguntó Áradan desconfiado, sospechaba que el anciano se estaba burlando de él - ¿Por qué?
- Ese trozo de jade es uno de los ojos de Sáyer, el más poderoso dragón que sobrevoló Álgerien. Fue traído aquí por Afo el Grande, casi un dios entre los Yurus, quien los tomó porque guardan en su interior toda la fuerza y el espíritu del dragón.
- ¿Cómo que "los tomó", había más de uno?
- Por supuesto, ¿o acaso crees que era un dragón tuerto? Ven sentémonos, al parecer tendré que contarte esto desde el principio –dijo Nárfal mientras lo conducía a una pequeña habitación de paredes recubiertas de madera. En un extremo había una chimenea encendida y todo el piso estaba alfombrado. El ambiente era perfecto para una buena historia. Se sentaron cerca del fuego y Nárfal dio comienzo a su relato:
>> Verás, cuando Sáyer fue engendrado en algún rincón olvidado de Álgerien, en otra edad del mundo, con él fue engendrado el horror. Los distintos pueblos de aquellas épocas lo bautizaron con diversos nombres que ya se han olvidado, todos coincidían en el hecho de constituir un testimonio del miedo. Para los Yurus fue Sáyer, la Ira del Cielo; los Magos, que cultivan la creencia en múltiples dioses, lo llamaron Guadaña de Kuruthén, divinidad que según ellos rige los infiernos. El dragón había nacido para sembrar la destrucción, era su naturaleza, la condición misma de su existencia consistía en el sufrimiento y la muerte de todo lo que no fuera su propio ser. Por el espacio de dos siglos asumió el papel de amo y señor de las desgracias; la lentitud del proceso no respondía a obstáculos que le impidieran ejecutarlo con mayor velocidad, sino simplemente al hecho de que disfrutaba su tarea. Al igual que un depredador se entretiene jugando con su presa hasta que, ya cansado o aburrido del juego, asesta el golpe final y la devora, Sáyer demoraba el exterminio gozando al máximo la muerte y el dolor de cada criatura. El dragón dirigía la aniquilación definitiva de Álgerien al ritmo de una ceremonia pausada e implacable.
<< Quienes vivieron aquella pesadilla, poco o nada podían hacer para detener a Sáyer. Los cazadores de dragones cayeron uno tras otro sin herir a la bestia más de lo que un insecto hiere a un rinoceronte. Los ejércitos de los cinco puntos de Álgerien conformados por soldados de todas las clases y razas lo atacaron en oleadas sin número, y perecieron aplastados. Incluso los seres malignos que habitaban el mundo intentaron enfrentar al dragón, pues éste distinguía a aquellos seres de los demás tan claramente como un hombre distingue una hormiga de otra, y los asesinaba con imperturbable indiferencia. También ellos fracasaron invariablemente. Para los moradores de Álgerien sólo quedaba resignarse o esperar un milagro. Los Yurus y los Magos, quienes tenían a su cargo obrar ese milagro, se hallaban casi tan indefensos e impotentes como cualquier otra criatura. Sólo un oponente podría haber desafiado al dragón con una mínima posibilidad de salir victorioso: Karién, el mítico guerrero; pero ya en esos tiempos, de Karién no quedaban más que las leyendas.
<< Durante el primer siglo de su reinado Sáyer redujo a cenizas las grandes ciudades erigidas en las vastas regiones septentrionales de Álgerien. No conforme con eso, devastó también los tres imperios en que las tres razas superiores de la antigüedad se habían dividido el dominio de las tierras fértiles: el Imperio de los Árboles, el Imperio Vulkiano, y el Imperio de la Lluvia. Luego, quizás impulsado por el hecho de saberse único o quizás motivado por la repulsión que le provocaban sus pares inferiores, tal vez y más probablemente por simple tedio, buscó, persiguió y eliminó a todos los dragones sin excepción, extinguiendo a la mayoría de las especies; sólo aquellos que lograron refugiarse en sitios anónimos sobrevivieron, amparándose en las sombras y el olvido.
<< El paso del tiempo no hizo mella en el espíritu de Sáyer. Su energía no mermó y la segunda centuria fue acaso peor que la primera. Dotado de un instinto natural para acceder a su facultad primordial, explotó casi sin esfuerzo el potencial de sus dones. La experiencia acumulada en décadas de práctica le valió la plenitud de conocimientos y la facilidad que los seres limitados y efímeros suelen atribuir a los dioses. Una vez alcanzada la expresión máxima de su poder liberó a los titanes, encerrados por Cuenya en prisiones inviolables, en los comienzos del tiempo. Los titanes contemplaron al dragón sobrevolar los cielos tiñéndolos en sangre, lo vieron respirar y quemar el aire, y con paso lento y apesadumbrado retornaron a la tranquila seguridad de sus celdas; la bestia no los necesitaba para cumplir su tarea y prefirieron no arriesgarse a ser destruidos ellos también. En uno de sus incontables viajes sobre las aguas del océano de niebla Sáyer descubrió Itziar, la isla mítica en cuyo centro se levantaba la Ciudad Ignota, morada de la antiquísima civilización Férica. De sus fundadores se sabe que fueron seres de una mística amplia e impenetrable, que profesaban un amor puro y reverente por la naturaleza, y que rendían culto exclusivamente a los dioses del cielo: la luna, el sol, las estrellas. Dominaban las siete categorías de la magia e intuían los ilusorios secretos de la creación; conocedores natos del lenguaje de Cuenya, cabe suponer que tampoco les resultaban ajenas las técnicas para despertar y ejercer la facultad primordial. Lucharon tenaz y orgullosamente defendiendo la Ciudad. En efecto, a Sáyer no le resultó fácil aquella batalla; pero tras seis días consecutivos de lucha incesante el dragón alzó las aguas mismas del océano en murallas inmensas que se precipitaron sobre la isla. Itziar se hundió bajo el peso del océano de niebla, las aguas se la tragaron y la civilización más deslumbrante que haya existido fue borrada para siempre de la faz del mundo.
- Si eran tan extraordinarios, ¿no deberían haber sido ellos los Guardianes de Álgerien? –interrumpió de pronto Áradan.
- Sí, tal vez. Pero nadie sabe si la civilización Férica existió en realidad. El hecho de que los Yurus tengamos ese honor es quizá la prueba más concreta de que se trata sólo de un mito.
<< ¿Dónde me había quedado? Ah, sí. En aquella época las relaciones entre los Yurus y los Magos no eran mejores que ahora o eran acaso peores, la eterna rivalidad entre unos y otros se hallaba en su cúspide. Los segundos envidiaban la posición privilegiada del linaje Yuru y codiciaban el título de Guardianes de Álgerien, argumentando con complejas elucubraciones su legítima supremacía. Los segundos, por su parte, no estaban dispuestos a renunciar a la responsabilidad divina que les fuera concedida por Cuenya. Pero la gravedad de la situación forzó a los Yurus a admitir su eventual impotencia y recurrir a una solución insólita. Obligados por la necesidad, decidieron que la única posibilidad de vencer a Sáyer era dejar el orgullo a un lado y establecer una precaria alianza provisional con los Magos. De lo contrario, ambas castas sucumbirían por separado, y el resto de la creación sufriría igual destino.
<< Con ese propósito, un enviado debía atravesar la distancia entre Sémper y Mivvel, la Ciudad de los Magos. Lo cual, dadas las circunstancias, convertía el encargo en una empresa épica. Sin embargo, la mayor complicación tenía una causa diferente. Casi todos los Yurus se hallaban diseminados a lo largo y ancho de Álgerien, ayudando y haciendo lo posible por proteger a los pueblos que aún resistían. En el Templo de la Sabiduría sólo quedaban los miembros más ancianos del Consejo y los pocos aprendices sobrevivientes, cuyo número no ascendía a una veintena. Los primeros no soportarían una travesía semejante, pero escoger para esa tarea a uno de aquellos muchachos inexpertos constituía una crueldad y un acto de insensatez. No obstante, persuadidos por la desesperación, los ancianos comunicaron su plan a los aprendices y solicitaron un voluntario para la tarea. Es inverosímil e inútil tratar de discernir y afirmar con certeza si fue el destino o el azar la fuerza que operó furtivamente en ese momento, empujando a Afo y no otro a dar un paso adelante. El muchacho, de apenas diecinueve años, no aventajaba a los demás en ningún aspecto, salvo quizás en coraje y en fe.
<< Afo partió al anochecer con numerosas bendiciones, y su medallón protector bajo el manto. Describirte las contingencias de semejante viaje nos llevaría más tiempo del que tenemos y carece de verdadera importancia. Baste decir que en los largos meses del recorrido Afo tuvo que atravesar regiones que le eran desconocidas e inhóspitas y enfrentar una amplia variedad de peligros, y como podrás imaginar tampoco le faltaron ocasiones en las que se vio a punto de morir.
<< Poco antes de llegar a su destino, mientras cruzaba los bosques de Izol, el muchacho decidió detenerse a descansar a orillas del Río Claro. Allí, arrodillado en el margen, hundiendo las manos en el agua y echándosela en el rostro y el cabello para refrescarse, fue donde lo divisó Sáyer. El dragón probablemente se dirigía asimismo hacia Mivvel, dispuesto a destruirla de una vez por todas. Pero al ver la figura vestida con un manto verde oscuro junto al río no pudo reprimir el intenso deseo de hacerle daño, se trataba de un Yuru y Sáyer odiaba a los Yurus con especial aversión. Matarlo le brindaría un placer puro, un placer irresistible. Sáyer descendió vertiginosamente y los rayos del sol rebotaron contra las escamas oscuras. Para Afo fue como si en mitad del día de pronto se hiciera de noche, al igual que en un eclipse, sólo que mucho peor.
<< El viento rugió bajo las monstruosas alas que teñían el cielo de negro mientras Sáyer caía en picada. El dragón ya se regocijaba imaginándose la expresión en la cara de aquel asqueroso hombrecito cuando descubriera que la muerte estaba próxima. Sus poderosas zarpas traseras tocaron el suelo haciéndolo temblar y con un movimiento violento pero controlado de la cola golpeó al Yuru, que salió despedido por el aire hasta chocar contra un árbol cercano. Sáyer no tenía intención de asesinarlo rápidamente, quería que aquello fuese lento y doloroso. Afo todavía no había aprendido a dominar la facultad primordial cuando se encontró con el dragón, pero aun así junto todo su valor y se enfrentó al enemigo para cumplir con su deber como Guardián de Álgerien.
<< El pobre muchacho recibió un castigo brutal, la bestia jugó con él durante horas inflingiéndole un daño terrible. Una vez que sació su apetito de sufrimiento, atenazó al joven aprendiz con la garra izquierda y comenzó a aumentar la presión lenta y gradualmente amenazando con quebrarle cada hueso del cuerpo. Sáyer contemplaba extasiado la expresión de agonía del Yuru, pero en el momento en que Afo lo miró a los ojos el dragón se sintió súbitamente desconcertado. Había advertido algo más aparte del inmenso dolor en esa mirada. En esos ojos vio algo que nunca había visto en ninguna de sus víctimas, en esos ojos había calma y, aún más increíble, había esperanza. Apenas perceptible, como un tenue y débil rayo de luz en medio de una densa bruma, pero allí estaba: un imperturbable sentimiento de esperanza. ¿Cómo era posible? ¿Cómo podía alguien en aquella situación, a punto de morir aplastado en sus garras, mantener la esperanza? Sáyer dudó por un instante y luego miró más profundamente, tanto como sólo un dragón es capaz de hacerlo. Entonces descubrió lo único que podía temer: un poder que superaba al suyo anidaba agazapado en aquel miserable Yuru, esperando a ser despertado; y distinguió también una serie de marcas sutiles e indefinidas, semejantes a una inscripción antigua y gastada en una piedra castigada por el paso del tiempo. Eran letras que conformaban una palabra en el lenguaje de Cuenya. Afo la vio reflejada en los ojos del dragón y supo con absoluta certeza que se trataba de su conjuro, la clave que le permitiría acceder a su facultad primordial. Gritó esa palabra con toda la fuerza de sus pulmones y su cuerpo irradió una luz cegadora. Sáyer ni siquiera tuvo tiempo de cerrar por completo sus garras, comenzó a retorcerse convulsivamente, emitió un espantoso aullido y se volatilizó. No quedaron rastros del dragón, sólo los ojos permanecieron intactos y como por arte de magia se transformaron en dos pequeños fragmentos de jade. Un segundo después Afo cayó al suelo sobre sus rodillas, con un último esfuerzo tomó las joyas y se desmayó.
>> Cuando recobró el sentido se vio tendido boca arriba en una especie de camilla, notó que la mayoría de sus heridas había desaparecido. También notó que algo en el interior de sus puños cerrados comenzaba a quemarle. Lentamente movió los brazos y abrió sus manos, allí estaban las dos pequeñas joyas, su recompensa. Las contempló unos instantes y luego las guardó. No podía distraerse, debía descubrir en dónde estaba y quién era el responsable de la camilla y de su milagrosa recuperación. A su alrededor pudo distinguir seis figuras sentadas en círculo a pocos metros de un río: el Río Claro. Entonces una de las figuras se levantó y se acercó.
>> Tuvieron una conversación muy larga, que no es necesario repetir ahora, te alcanzará con saber que Afo se enteró de que esos hombres eran Moks.
- ¿Qué son los Moks? –quiso saber Áradan.
- Los Moks son una tribu de nómades, expertos en el arte de curar. Si no hubiera sido por ellos Afo tal vez habría muerto, pero el destino quiso que pasaran por allí justo en ese momento y vieran el cuerpo del Yuru moribundo. Afo les agradeció y les explicó que debía partir, pues tenía una misión urgente que cumplir.
>> En realidad la misión ya no era necesaria, pero Afo deseaba volver al templo para contar su hazaña y compartir con sus maestros y compañeros la maravillosa noticia de que Sáyer ya no existía. Así que se despidió de los Moks y se alejó de allí. Luego de varios meses de ardua caminata, Afo fue atacado por un ogro hambriento mientras atravesaba las tierras de Áder en una noche nublada y por demás oscura, y en medio de la pelea ambos cayeron y rodaron por el suelo hasta chocar contra una gran roca que dejó desmayado a su oponente. Cuando llegó al templo relató su enfrentamiento con el dragón sin olvidar ni el más pequeño detalle. Sin embargo, cuando quiso enseñar su gran tesoro descubrió con pesar que había perdido una de las joyas. Tan preocupado y distraído estaba revisando una y otra vez sus bolsillos, sus ropas, cada recoveco de su equipaje, que dejo descuidadamente en el suelo el otro fragmento de jade, y cuando uno de sus maestros quiso tomarlo para admirar de cerca su belleza se calcinó en el acto. De ese modo, triste y lamentable, se descubrió que sólo aquel que superara el poder de Sáyer podía tocar los ojos petrificados del dragón sin morir instantáneamente.
>>A Afo le gustaba sentarse a leer en esa mesa en particular, y al parecer olvidó la gema allí antes de morir. Desde entonces nadie ha podido volver a tocarla.
- ¿Y qué pasó con la otra? –preguntó Áradan cada vez más intrigado.
- Nadie ha vuelto a saber de ella desde que se perdió. Se cree que con los años fue absorbida por la tierra, pues nadie podría haberla tomado salvo Afo.
- ¿Por qué no? ¿Acaso no podría haberla encontrado otro ser igualmente poderoso?
- Desde la muerte de Afo, no ha existido nadie con habilidades semejantes.
- ¿Y qué tal si la encontró alguien que no conociera su propio poder? Alguien como Afo.
- Sueñas despierto, muchacho. Aunque la idea no sea totalmente descabellada, es muy poco probable que se repita dos veces un caso como el de Afo, alguien con tanto poder encerrado y que lo desconozca por completo. El poder es algo que no sabe mantenerse oculto, puedes creerme, lo hubiésemos descubierto.
Áradan se quedó pensativo durante un buen rato. Nárfal aguardó con atención, respetando el silencio y disfrutando el leve chisporroteo del fuego, hasta que el muchacho se animó a pedir:
- Me gustaría que me expliques todo ese asunto de la facultad primordial y los conjuros.
- ¿Qué quieres decir?
- Sé que es muy importante y los Yurus la usan para hacer el bien –dijo Áradan avergonzado de su propia ignorancia-, pero no sé de qué se trata o cómo funciona.
- Ya veo, esto es muy interesante.
- ¿Por qué? ¿Acaso soy el único imbécil que no sabe de esto? –el Daero comenzaba a arrepentirse de haber preguntado.
- No, no, no es eso, en absoluto. Existen cientos de seres que no saben sobre la facultad primordial.
- Es decir que no todos la tienen, ¿verdad?
- No, tampoco. Verás, existen seis fuerzas que constituyen la esencia misma de Álgerien: agua, aire, tierra, luz, espacio y tiempo. Estas fuerzas lo mantienen todo en perfecto equilibrio, constituyen el espíritu de Álgerien.
>> Por otro lado, está la facultad primordial de todos los seres vivos capaces de hablar, de articular sonidos en forma de palabras. Todos ellos la tienen, en mayor o menor medida, pero no todos pueden dominarla, algunos ni siquiera saben que existe.
>> La facultad primordial consiste en establecer una conexión ininterrumpida entre la mente, el corazón y el espíritu. Lograrlo puede demorar años, meses o, como en el caso de Afo, segundos de práctica. Pero requiere, además, de una gran concentración y de un conjuro que es único para cada ser. Este conjuro, que forma parte del lenguaje de Cuenya, es como una marca de nacimiento que no podemos ver y que cada quien puede descubrir de distintas maneras.
- ¿Y cuáles fueron las palabras de Afo? –preguntó Áradan.
- Nadie lo sabe. Afo nunca quiso decirlo, sólo contó que habían sido dos palabras.
- Lástima.
- ¿Por qué piensas eso? No hubiera servido de nada saberlo.
- Pero tal vez él había encontrado una forma de incrementar la facultad primordial y por eso pudo eliminar a Sáyer.
- No, no funciona así. Utilizar la facultad primordial significa tener la habilidad de controlar los elementos que forman el espíritu de Álgerien. Dependiendo de qué tanta maestría se tenga en el dominio de la facultad primordial se podrán controlar una, algunas o todas esas fuerzas; en toda la historia de Álgerien, esto último sólo lo logró Afo. Él fue el único que llegó a controlar el espacio y el tiempo, las más complejas y peligrosas de todas.
- O sea que el espacio y el tiempo son las fuerzas superiores.
- Sí, podrías pensarlo de ese modo, o al menos eso es lo que se sabe hasta ahora. Mi opinión es que existe una fuerza suprema que es el resultado de la unión de todas las demás.
- ¿Y alguien logró realizar esa unión?
- No, por desgracia aún nadie lo ha logrado, sólo se trata de una idea.
>> Pero hay algo más que debes saber. Una vez que consigues dominar la facultad primordial debes usarla únicamente para la defensa y no abusar de ella, los elementos se encuentran en perfecta armonía y si uno de ellos es perturbado o manipulado de forma excesiva podría crearse un desequilibrio que haría entrar en conflicto al resto. Aunque, por lo general, la gran mayoría de los que logran utilizar la facultad primordial apenas pueden producir ventiscas o chaparrones. Solo un número reducido de individuos tiene un grado de control sobre los elementos que los vuelva temibles. De todas formas es muy peligroso que los seres perversos accedan a cierto dominio sobre la facultad primordial.
- ¿Y por qué no pasó eso cuando Sáyer reinaba en Álgerien?
- Sáyer era perverso pero no estúpido. Cabe suponer que conocía o al menos intuía aquel peligro, y no le hubiese servido de nada destruir Álgerien mientras fuera el amo y señor. Vamos, sigamos adelante, nos queda mucho por recorrer y se hará tarde antes de darnos cuenta.
La noche llegó pronto y Nárfal decidió que ya era tiempo de descansar. Acompañó a Áradan hasta su cuarto y se despidió. Ísamer no estaba allí, así que Áradan tuvo al fin un tiempo para sí mismo. Hacía mucho que no se recostaba con la vista perdida, sumido en sus propias reflexiones, y en aquel momento eso era lo que más necesitaba. Mil preguntas imposibles de responder aguijoneaban su mente mientras repasaba las palabras de su guía y las imágenes de los libros, galerías y salones recorridos. Una infinidad de situaciones vividas o imaginadas se sucedieron en su cabeza en un orden totalmente falto de coherencia, hasta que en algún punto, sin darse cuenta, se quedó dormido. Tuvo un sueño largo y profundo como no tendría otro en mucho tiempo.