La lluvia caía formando una gruesa cortina ante los ojos somnolientos de Ísamer. Había estado lloviendo por horas. Sin embargo, al principio, cuando se trataba de una llovizna más que de verdadera lluvia, el denso follaje que cubría el claro los había protegido. Pero la intensidad de la precipitación había ido en aumento y el agua que se filtraba había terminado por empaparlo todo. El único rastro que quedaba de la fogata era una mancha negra en la hierba, rodeada de pedazos de ramas húmedas. Áradan, un tanto preocupado, se había adelantado a inspeccionar el terreno. El Yuru permaneció unos minutos recostado en el suelo blando, dejando que el agua purificara su cuerpo y despejara el sopor de su mente. Luego, se sentó, cruzó las piernas y comenzó su meditación.
El tramo siguiente era, sin duda, el más complicado del recorrido. El camino continuaba alrededor de un kilómetro en dirección al este y luego chocaba contra las Montañas de Hierro. A partir de allí viraba hacia el sureste serpenteando entre la cadena montañosa y el lago Evré. Si seguían esa ruta eventualmente el camino volvería a torcer hacia el noreste, y por último al norte hasta llegar a la llanura.
Áradan estaba sentado sobre un viejo tronco petrificado caído al costado de un borroso sendero, el cual señalaba desde que podía recordarlo el límite de los bosques de Áder. Analizaba la situación y mientras tanto contemplaba el paisaje, que resultaba hermoso a pesar de la tormenta. No podían dar ese rodeo, de hacerlo perderían demasiado tiempo y tal vez se quedarían sin provisiones; además, él nunca había seguido aquella dirección y no sabía con qué se podrían encontrar. La mejor opción era ladear las montañas hacia el norte para llegar al paso que las atravesaba y una vez del otro lado buscar el cruce de Taretil. Desde ese punto avanzarían directamente hacia el Templo, recorriendo la llanura.
Pero no le gustaba tener que usar el puente, y mucho menos con ese clima. Décadas atrás había sido un atajo muy utilizado por los viajeros y los guardias Daeros lo habían tenido muy bien vigilado. Pero ahora hacía ya varios años que estaba sin custodia, pues casi nadie se animaba a cruzarlo. De hecho, había pasado mucho tiempo desde que su pueblo había optado por suprimir las actividades poco eficaces de las patrullas, desplegando en cambio una inteligente red de diestros arqueros vigías en las cercanías de Égarol. Esto se debía a que en los últimos años habían comenzado a desaparecer los orcos, los trolls y demás criaturas que rondaban la región en forma solitaria o en pequeños grupos. Según los rumores, habían comenzado a organizarse en pequeños ejércitos para desarrollar una nueva forma de ataque, la cual les permitía invadir poblados enteros por sorpresa. Y Fágarten, que no prestaba atención a los chismes pero tenía valiosas fuentes de información, había decidido que era necesario dedicarse a fortificar la aldea construyendo el infranqueable muro exterior. Tal vez por ello nunca se habían producido esos ataques masivos en Égarol. Áradan se resignó a lo inevitable y fue en busca de su compañero.
Les llevó el resto de la mañana llegar hasta el paso de montaña y cruzar al otro lado, y no tuvieron complicaciones a pesar de los grandes charcos que se formaban, el molesto y resbaladizo lodo y la poca visibilidad. Ísamer se lamentaba de perderse las hermosas vistas que ofrecían aquellas montañas, pero agradecía viajar cabalgado esos magníficos caballos que avanzaban con firmeza y tranquilidad. Finalmente llegaron ante la grieta. Ísamer, parado sobre una saliente, observaba con una mezcla de fascinación y temor la vasta oscuridad en la que se perdían las gotas de lluvia.
- Esta es la Herida de Karién –dijo Áradan al ver la expresión en su rostro-. La historia cuenta que Karién fue el más poderoso guerrero que jamás haya existido en Álgerien. Sus únicas armas eran una espada antiquísima, que según decían le había entregado un anciano decrépito como regalo por salvarle la vida, un tal Mitherlin o algo así, y un escudo de acero vulkiano forrado con varias capas superpuestas de piel de dragón. La leyenda dice que Karién vivió una vida miserable, maldecido por Cuenya debido a su falta de gratitud por los dones que se le habían concedido. El guerrero despreciaba a la creadora y se ufanaba de que su destreza y habilidades eran solo mérito de su entrenamiento y esfuerzo. Así vivió constantemente rodeado de luchas, muertes y tragedias, víctima de continuos dolores físicos producto de la brutal exigencia a la que sometía a su cuerpo, y asediado por desgracias de todo tipo. Pero cuando el sufrimiento sobrepasó incluso los límites hasta los cuales él era capaz de soportar, confiado de su fuerza y de su espada, se atrevió a desafiar a Cuenya; y ésta, para demostrar que había aceptado el desafío, creó ante el guerrero una bestia infernal.
>>Aquel monstruo, del tamaño de cualquiera de estas montañas, podía moverse con una agilidad desarticulada y una velocidad que ni una serpiente podría igualar. Al moverse, asquerosas tiras de la piel putrefacta se rasgaban y quedaban colgando como flecos, o bien se desprendían y se alejaban flotando en el aire. Las enormes áreas de carne descompuesta dejaban a la vista venas y arterias gordas y palpitantes, que cada tanto estallaban y supuraban una sangre negra y espesa. Quienes aseguraron haberlo visto dijeron que había cobrado vida antes de que Cuenya pudiera darle su forma completa, y que por eso el cuerpo desproporcionado y deforme parecía descomponerse con cada minuto que pasaba. Un hombre normal habría caído presa del pánico y la desesperación ante la mera visión de tal criatura. Pero Karién no era un hombre normal, y no vaciló ni por un instante. Se enfrentó a ese engendro en el combate más difícil que nunca tuvo, quizás el único que le resultó un verdadero reto, y perdió la vida.
>>El escudo resistió los continuos latigazos de la cola y los golpes de las garras. Pero la saliva que llovía sobre el guerrero desde la doble hilera de dientes de la bestia terminó derritiéndolo. Fue la espada, además de su extraordinaria destreza, lo que le permitió a Karién luchar de igual a igual e inflingirle incontables heridas a su enemigo.
>>De todo modos, al final, la criatura logró apresarlo. Desplegó sus membranosas alas repletas de costras y se elevó hasta los confines del cielo con la intención de lanzar al poderoso guerrero hacia el suelo, convirtiéndolo en una especie de meteoro humano. Pero Karién logró liberar el brazo en que llevaba su espada antes de ser lanzado, y asestó un golpe mortal al corazón del monstruo. Y entonces ambos desaparecieron, se desintegraron en las alturas. Nadie volvió a ver a Karién. Hay quienes dicen que Cuenya lo perdonó y le otorgó una vida feliz en algún otro mundo.
>>Sea como sea, la espada no desapareció en aquel momento. Permaneció un instante suspendida en el aire y luego cayó clavándose en la tierra con tal fuerza que la abrió en dos y se hundió hasta sus entrañas, creando una enorme grieta: la Herida de Karién. El sismo provocó pánico en los antiguos habitantes de la zona, que temerosos de que se repita o de que la grieta continuara creciendo con el tiempo, prefirieron abandonar sus hogares. El abismo, junto con la cadena montañosa y el lago, forman una especie de barrera protectora natural para las tierras de Áder; según dicen, ese fue el motivo por el que los primeros Daeros eligieron este sitio para asentar la aldea. Además, les permitía estar cerca del lugar donde murió Karién, de quien se consideraban descendientes. Incluso hasta el día de hoy este sigue siendo un lugar sagrado para mi pueblo. Y también es la fuente de una fascinación peligrosa: más de una vez escuché rumores sobre hombres que intentaron descender al fondo en busca de la espada y nunca regresaron.
Ísamer escuchó el relato sin interrumpir y conteniendo el aliento. Había oído muchas cosas sobre aquel legendario guerrero, pero nunca le habían contado aquella historia.
- ¿Estás seguro de que no hay otra alternativa? –preguntó con pocas esperanzas.
- Este es el único camino, salvo que sepas volar o que prefieras volver y explicarle a Fágarten que elegimos mal el rumbo. Y, de paso, pedirle más provisiones –contestó Áradan.
- Muy gracioso –dijo el Yuru- , realmente muy gracioso.
- Ya deja de quejarte. Hemos perdido demasiado tiempo y si no partimos ahora tal vez no podamos recuperarlo.
Montaron y se pusieron en marcha. Cabalgaban en fila por un sendero que estaba abandonado desde hacía ya varios años y no era fácil de transitar. Cada tanto, grandes rocas, producto de los ocasionales desprendimientos, les obstruían el paso obligándolos a realizar rodeos peligrosos. Pero en algunos casos era imposible esquivar los obstáculos con los caballos y se veían en la necesidad de desmontar y encontrar la forma de empujar los pesados bloques de piedra al precipicio, lo cual resultaba aún más difícil a causa del lodo.
Para cuando llegaron hasta el puente ambos estaban irritados y muertos de frío. Áradan sentía como el barro que había terminado por invadirle los mocasines se escurría entre sus dedos. Delante de ellos se extendía Taretil: casi medio kilómetro de madera y cuerda flotando en el vacío. Ísamer, parado sobre el primer travesaño con las piernas separadas, comenzó a aplicar un poco de presión sobre cada uno de los extremos alternativamente. Avanzó unos pasos con cautela, luego retrocedió y examinó las sogas algo roídas por el paso del tiempo.
- ¿Y tú piensas cruzar esto? –preguntó.
Áradan asintió con la cabeza sin demasiada convicción. La estructura colgante mostraba un aspecto aún más desalentador de lo que él recordaba. Se mecía de un lado a otro con cada ráfaga de viento como una débil anciana sin bastón avanzando sobre terreno desnivelado, amenazando con caer en cualquier momento.
- Es probable que nosotros lleguemos ilesos al otro lado, pero no creo que estas maderas soporten el peso de los animales –dictaminó Ísamer.
- ¿Qué sugieres? ¿Abandonarlos aquí y perder buena parte de las provisiones, más el tiempo de viaje que nos ahorrarían al llegar a la llanura?
- Sí, prefiero eso a matarnos en esta cosa.
- Te preocupas demasiado. Taretil fue construido con materiales más resistentes de lo normal y diseñado para permitir el paso de carretas que transportaban mercancías entre pueblos.
- Quizás, si les quitásemos los fardos y los cargásemos nosotros, podríamos equilibrar el peso lo suficiente para que el puente aguante –concedió Ísamer con tono vacilante.
- Buena idea, hagámoslo.
Decidieron almorzar antes de iniciar el cruce, a pesar de no tener forma de resguardarse del agua. Aunque, en realidad, no se trataba de un almuerzo sino más bien de una merienda, el mediodía había quedado varias horas atrás.
Áradan se colocó al frente y avanzó guiando a su caballo con una rienda improvisada, seguido de Ísamer que hacía lo propio con el suyo. La lluvia no sólo no menguaba sino que, en cambio, crecía de forma pausada pero incesante. Comenzaba a gestarse una verdadera tormenta. Allí el viento soplaba libre de barreras, ganando fuerza y velocidad. Era como si el clima estuviera intentando obligarlos a detenerse. Los potros se habían puesto nerviosos y se resistían a continuar sin oponer resistencia. Áradan avanzaba decidido, pero todo su empeño y fuerza de voluntad parecían no bastar. Para Ísamer hasta el más ínfimo sonido se asemejaba al crujido de un travesaño que no tardaría en quebrarse bajo sus pies. A pesar de la tensión y las dificultades ya habían recorrido unos trescientos metros, cubriendo la mayor parte de la longitud de Taretil. Y hasta el momento el puente había demostrado una seguridad asombrosa que ni el más optimista le hubiese atribuido.
El cielo había adquirido una tonalidad más oscura que antes, y los relámpagos eran cada vez más frecuentes. Los truenos los golpeaban continuamente ensordeciéndolos. Sonaban tan próximos que Áradan comenzó a creer que los poderosos tronidos explotaban dentro de su cabeza, sin embargo no relacionaba ese hecho con el peligro que corrían. Pues aquello remarcaba la enorme posibilidad de que un rayo los alcanzara de pleno. A su alrededor no había nada que pudiera actuar de pararrayos ni brindarles algún tipo de seguridad. En aquella situación sobrevivir a las descargas eléctricas era una cuestión de azar. Y la suerte es engañosa y traicionera, no los abandonó del todo, ya que ningún rayo hizo blanco en ellos, pero uno cruzó el cielo a pocos metros de donde se encontraban y se hundió en el abismo en búsqueda de la espada de Karién. Entonces el potro de Ísamer giró violentamente arrancándole las riendas de las manos, y partió al galope por la dirección opuesta a la que seguían. El otro caballo, también presa del miedo, se había zafado del control del Daero y ahora lanzaba terribles relinchos llenos de pánico. Taretil se agitaba como un mar embravecido en la tormenta mientras Áradan e Ísamer intentaban dominar al aterrorizado animal sin perder el equilibrio. El caballo se alzó sobre sus cuartos traseros y los maderos que lo sostenían por fin cedieron. La bestia se hundió sin remedio, golpeando y quebrando con las patas delanteras el travesaño que brindaba apoyo al Daero.
Áradan cayó dando manotazos desesperados mientras Ísamer se tambaleaba y se desplomaba hacia atrás, su mano consiguió aferrar una cuerda y todo el peso del cuerpo se sacudió al otro extremo del brazo. Sintió el hombro casi dislocarse por la violencia del movimiento. El quejido de dolor cortó el silencio de aterrorizada perplejidad que se le había atorado en la garganta.
La correa que le sujetaba el fardo a la espalda se cortó y Áradan no pudo evitar seguir con la mirada el bulto formado por la mitad de sus provisiones que se perdía en la negrura. Le empezó a dar vueltas la cabeza y se le revolvió el estómago, pero pudo contenerse. Ísamer se incorporó a medias, se había golpeado la cabeza al caer y la lluvia densa acompañada de los destellos de los relámpagos le impedían ver con claridad. No tenía idea de que era lo que había sucedido, todo había pasado muy deprisa y para colmo tampoco podía ver a Áradan. La travesía de ida a Egarol había sido una excursión de placer en comparación con aquello. De pronto le llegaron unos gritos entrecortados y al inclinarse hacia delante pudo ver al Daero oscilando como un péndulo sobre el abismo. El aprendiz Yuru se paralizó en el lugar. Sentía el corazón latir a la velocidad de las alas de un colibrí. Los músculos extenuados, más por la tensión y la ansiedad de las últimas horas que por el esfuerzo, no le respondían.
Áradan apretaba el pedazo cortado de cuerda del que pendía con tal fuerza que las ásperas cerdas le cortaban la piel y se le encarnaban en la palma. Pero aún así no sabía cuánto más resistiría porque la soga estaba tan mojada que se resbalaba centímetro a centímetro. Desesperado, comenzó a debatirse en el aire tratando de alcanzar algo a que aferrarse con la mano libre. Sus movimientos hicieron caer de bruces a Ísamer, forzándolo a reaccionar. El aprendiz oyó los jadeos y los gritos de su compañero pidiéndole ayuda, intermitentes entre los estallidos de los truenos, y se obligó a respirar profundamente. Una vez, dos veces y recobró su temple habitual, sereno y concentrado. Se quitó el fardo de la espalda y luego se tendió tan al borde del hueco que había hecho el caballo como era posible. Atenazó la mano de Áradan entre las suyas y, como pudo, comenzó a izarlo. Cuando, finalmente, ambos estuvieron otra vez de pie sobre el puente se sentían agotados, pero no tenían intención de demorarse otro minuto en salir de allí.
- ¿Estás bien? –peguntó Ísamer.
Áradan asintió con la cabeza gacha mientras trataba de recuperarse, respirando con dificultad y las manos apoyadas en las rodillas.
- Gracias –dijo.
- ¿Puedes continuar?
- Sí, vamos, no podemos detenernos aquí. Lo siento, nos he puesto en un terrible peligro -farfulló Áradan.
- Seguirte fue mi elección, tú no me obligaste. Lo hice porque confío en ti.
Áradan se quedó en silencio, desconcertado por la reacción de Ísamer. Creyó que el muchacho estaría furioso o decepcionado. Estaba seguro que cualquier otro en su lugar lo estaría, incluido él mismo. No supo qué responder.
- Perdí mi fardo, tenía la mayor parte de las provisiones, y también el arco y el carcaj que habrían servido para cazar algo -dijo por fin, torpemente.
- No importa, ya nos ocuparemos de eso. Vámonos -el Yuru le dio un apretón firme en el hombro y tomó la delantera.
Si se quedaban quietos mucho tiempo tal vez el miedo los inmovilizaría y ya no se animarían a dar un paso más, tenían que evitar quedarse estancados. Era como caerse del caballo por primera vez, si no vuelves a subirte enseguida puede que nunca lo intentes de nuevo. Ísamer tomó el fardo que les quedaba y lo lanzó hacia el otro lado del hueco que había quedado en el puente. Luego, se paró sobre una de las cuerdas horizontales que unían los travesaños y sujetándose de la soga que hacía de barandilla se desplazó hasta el otro lado, pues no era prudente saltar el agujero. Áradan lo siguió. Una vez salvado el obstáculo avanzaron tan rápido como pudieron. Unos minutos más tarde estaban de nuevo en tierra firme. Habían sobrevivido a Taretil y a la Herida de Karién.
Apenas comenzaba a anochecer, pero parecían haber establecido un acuerdo tácito entre ellos ya que ambos se dirigieron de inmediato al grupo de árboles más cercano y se acomodaron sin que mediara una palabra: por ese día era suficiente. Pasaron allí la noche, mojados por la lluvia y adormecidos por el continuo soplo del viento. Para la medianoche la tormenta ya había declinado en una fina llovizna que se consumió de mala gana durante la madrugada.
A la mañana el sol subió en algún lugar detrás de las nubes pálidas. Les esperaban horas de ardua caminata bajo un cielo triste y deprimido. Ante ellos se extendía una pequeña pradera poblada escasamente por arbustos y reducidos grupos de alerces y robles. Seguirían en esa dirección por una senda que conducía a un valle no muy extenso, y que luego se perdía detrás de unas colinas sombrías que determinaban el límite de Áder. A partir de ahí comenzaba la gran llanura, donde reanudarían la marcha hacia el este. La llanura dominaba aquella región durante muchos kilómetros y en el centro de la misma, solitario y majestuoso, como si hubiese sido puesto allí por descuido o por capricho, se situaba Sémper. Si se apresuraban, en tan sólo cuatro días más de viaje llegarían a destino. Pero esa jornada no avanzarían demasiado, habían dormido poco y con un sueño ligero e intranquilo, y ambos estaban desanimados y faltos de energías.
Áradan se sentía culpable y miserable, había obligado a Ísamer a hacer una estupidez sólo para mostrarse superior y su comportamiento infantil casi les había costado la vida a ambos. En cambio el Yuru había demostrado su entereza y su valor al salvarlo. Pasó buena parte de la noche desvelado, reviviendo la escena, y la imagen que siempre le invadía la mente era la de Ísamer tratando de subirlo, con los músculos de los brazos temblando levemente por el esfuerzo. Recordaba haber levantado la mirada enfocando los ojos concentrados del Yuru. Recordaba que su mirada parecía distante, casi desconocida, como si otra persona estuviese mirando a través de las pupilas del aprendiz. Entonces había bajado la vista y había notado algo aún más raro: el centro de cristal del medallón de piedra de su compañero refulgía con un color verde asombroso. En el interior del mismo revoloteaba una luz diminuta, como una luciérnaga atrapada unos pocos segundos en la cajita de vidrio de un niño travieso en una noche de verano.
En el momento había creído que se trataba de una ilusión, pero ahora que repasaba la situación con frialdad una y otra vez, estaba casi seguro de haberlo visto. De todos modos no tenía pensado comentar el asunto, creía que en cualquier caso era Ísamer quien debía mencionarlo. Pero Ísamer estaba muy abstraído y casi no habló en los días siguientes. Él también se había dedicado a revivir aquel instante una, y otra, y otra vez, porque también había percibido algo extraño. Cuando tiraba de Áradan creyó que no lo lograría a pesar de todo su empeño. Entonces se percató de que ya no tenía pleno dominio de su cuerpo. Había tenido la sensación de convertirse en un mero espectador mientras otro tomaba el control. No duró mucho. En cuanto el Daero se encontró de nuevo a su lado todo volvió a la normalidad. No obstante, había sucedido algo que no llegaba a comprender y ahora se sentía confundido. Por más que lo intentaba no daba con una respuesta convincente. Al final decidió olvidar el tema al menos hasta llegar al Templo, donde podría apelar a la sabiduría de Coen o de algún otro miembro del Consejo.
La pradera y el valle quedaron atrás y Áradan le cedió la conducción a Ísamer. La llanura se adueñó del paisaje durante horas eternas. Caminaban tan rápido como podían pero aún así parecía que nunca avanzaban. Así transcurrieron las jornadas siguientes: hambrientos, desmotivados, huraños, dejando que el silencio y el tedio se instalen densamente sobre ellos, apenas interrumpido por el sonido de alguna ramita quebrada bajo sus pies o el canto de algún insecto. Sin embargo, para la tarde del sexto día desde que partieran de Égarol ya habían recorrido un largo trecho y al caer la noche pudieron ver, a lo lejos, al imponente monte acariciado por la luz de la luna. Entonces se detuvieron.
- Busquemos un buen lugar donde acampar –dijo Áradan.
- Creo que unos metros adelante hay un buen sitio.
- Muy bien, vamos.
Comieron y bebieron poco, pues el fardo estaba más liviano de lo que hubiesen querido. Hasta entonces el clima había sido espantoso: temperaturas muy bajas, el cielo casi siempre cubierto de nubes sospechosas y algunas lluvias ocasionales. Por ello, al alba, recibieron con alegría los tibios rayos del sol que asomaba tímidamente y sintieron como esa calidez revitalizaba sus miembros entumecidos, renovando sus energías.
Hablaron poco y desayunaron lo que les quedaba, apenas suficiente como para acallar sus estómagos. En más de una ocasión se les cruzó algún conejo u otro animal silvestre mientras marchaban, pero gastar energías en cazarlos ya no era necesario. Tenían la ilusión de que esa noche comerían con todos los lujos, incluyendo los cubiertos. En los últimos días Áradan había olvidado que todavía no conocía el verdadero motivo del viaje y ahora que estaban tan cerca las dudas volvían a acosarlo. ¿Qué podía estar sucediendo para que Fágarten aceptara enviarlo en ese viaje? ¿Por qué lo habían elegido a él? ¿Se debía realmente a un pedido de los Yurus o se trataba de algo planeado por Fágarten? ¿Volvería pronto a su aldea? De todas formas prefirió guardarse esos pensamientos para sí mismo.
Llegaron a los pies de Sémper cuando el sol llevaba ya varias horas oculto. En la cara sur habían sido tallados en tiempos remotos grandes peldaños que conducían hasta la cima y facilitaban el ascenso. A medida que subían, Áradan admiraba cada vez más maravillado aquella escalera interminable. Los novecientos veintidós escalones trabajados por la erosión eran muy desiguales, ahora más anchos y bajos, ahora más finos y empinados. Y estaban recubiertos de grietas y de hierbas. Recién a medianoche alcanzaron la cumbre.
Ante ellos, resplandeciendo bajo la luz de las estrellas, se alzaba el Templo de la Sabiduría. La fachada de la imponente estructura de casi cuarenta metros de altura se asentaba sobre una gruesa base de mármol superpuesta a otra base mayor del mismo material, a la cual se accedía por medio de una escalinata, también de mármol. Una doble fila de columnas, compuestas de bloques circulares de granito y surcadas por bellísimas filigranas de plata casi imperceptibles en aquellos lugares en que la luz no las tocaba, demarcaba el camino principal hasta la entrada. Pesados bloques de piedra sin pulimentar daban forma a los muros de toda la construcción. Ésta constaba de un edificio principal, custodiado por dos torres de vigilancia de diez metros de diámetro por veinte de alto cada una, y dos alas de menor tamaño anexas al mismo. Ambas alas se prolongaban más allá del cuerpo principal del Templo y parecían ascender y desaparecer detrás del mismo siguiendo las líneas trazadas por el terreno empinado de Sémper. Y en sus techos escalonados crecían jardines asombrosos, creados con tanta sutileza que parecían obra misma de la naturaleza. En ellos la vegetación era salvaje y abundante, pero no había caos sino armonía dado que los Yurus los cuidaban con mucho esmero. La gran cúpula de jade veteado, más chata que una cúpula normal y totalmente lisa, coronaba el imponente templo sostenida por decenas de pilares de marfil.
Áradan se encontraba parado al pie de la escalinata, tenía los ojos bien abiertos y la boca semicerrada en una expresión de absoluta incredulidad que a Ísamer se le antojo muy cómica. Pareció perder la capacidad del habla por unos instantes, y cuando por fin habló todo lo que pudo decir fue:
- Impresionante.
- Si, lo sé. Creo que nunca me acostumbraré, no importa cuántas veces lo haya visto.
- Es... realmente impresionante –repitió Áradan.
- Sígueme, al fin y al cabo no vinimos hasta aquí sólo para mirar.
Se encaminaron entre las columnas y ahora el Daero notó que las filigranas se entretejían dibujando una soberbia imitación de las guías de una planta trepadora. Al término del pasillo se abría un arco de unos tres metros, flanqueado por dos arcos menores, que daba a un pequeño espacio abovedado. Éste se hallaba apenas iluminado por las llamas de unas cuantas antorchas. Una franja ancha de marfil entreverada de oro y plata cruzaba en horizontal las hojas de roble pulido de la puerta principal. Los dos guardias apostados a ambos lados los saludaron en silencio y tiraron de las gruesas argollas de acero, haciendo girar los goznes con un quejido metálico que resonó en el recinto abovedado. Uno de ellos los escoltó hasta una cámara en el interior de la gigantesca estructura, les dijo que aguardaran allí y volvió a su puesto.
Áradan divisó una silueta que se aproximaba, era un hombre y apenas le llegaba al pecho. Debía haber sido alto y fuerte en su juventud, pero ahora el peso de los años lo mantenía encorvado. Áradan podía ver el reflejo de la tenue luz que irradiaban las velas dispersas por toda la sala en la calva del anciano. De pronto se sintió como si estuviese mirando en una bola de cristal y no pudo contener la risa. El hombre levantó la vista para clavar sus ojos en los del Daero. El rostro del muchacho se tiñó de rojo y ahora fue el viejo el que no pudo evitar sonreír.
- No tengas vergüenza, ya sé que mi aspecto debe ser algo gracioso, seguramente no habías visto antes una cabeza tan iluminada como la mía –dijo el Yuru -. Me llamo Nárfal, soy el más antiguo de la orden después de Coen.
- Él es Áradan –contestó Ísamer al ver que el Daero a duras penas podía controlar las carcajadas.
- Sí... lo sé Ísamer, los he estado esperando desde que te enviamos a buscarlo –dijo Nárfal-. Me alegra mucho que estén aquí, pero la próxima vez no se arriesguen tanto sin motivo.
Áradan sintió que el ataque de risa se esfumaba tan rápido como había llegado.
- ¿Cómo lo sup... –comenzó a balbucear, pero Nárfal lo interrumpió.
- Vengan, los acompañaré para que puedan refrescarse y descansar, han tenido un largo viaje.
- Sí, gracias –dijo Ísamer sonriendo.